¡Soylent Green is people! (la muerte como alimento)

Carlos Berlanga cantaba [spotify] «septiembre, a veces entra algún rayo de sol, ya nada importa en mi situación, estoy contento aunque soy un perdedor» en la canción sobre un autodestructor que cuando llegaba febrero acababa en el infierno, «donde no se está tan mal», más que nada porque ahí los vicios «son la cosa más normal».

Hemos entrado en septiembre, mes de alegrías moderadas y buenas intenciones. El primer paso del invernal camino al infierno. Hoy se ha matado un piloto de carreras de motos, Shoya Tomizawa. Se ha muerto, reventado por dentro tras ser arrollado por dos motos, mientras yo veía en la tele como corrían sus compañeros de MotoGP.

Este verano se murió Fogwill mientras yo leía sus cuentos en la playa. Carolina acababa de regalarme un libro suyo. Pero yo no me enteré de que se había muerto hasta mucho después. No ha sido una muerte televisada. Hoy por hoy, una muerte no es una muerte real si no ha sido televisada. Son más difíciles de creer. Desde las muertes de los pasajeros del transbordador Challenger, esa desintegración en directo para todo el planeta, siempre queda la duda. En concreto, la muerte de Fogwill yo pensé que era una metáfora, la primera vez que leí sobre ella en Internet. En Twitter.

Esta es la metáfora escrita en 140 caracteres de un fan insatisfecho que ve en su ídolo un muerto en vida, o la queja eterna del que no está bien reconocido.

Un amigo bromea con amargura sobre si mismo al decir que pasa los días encerrado en casa pensando en la muerte. Más tarde volvió sobre ese comentario y añadió que pensaba también en alguna otra cosa. Yo me paso el día o bien pensando en la muerte o bien intentando no pensar en la muerte. Me gusta dejarme absorber por pequeñas cosas que me impidan pensar o en la muerte o en los intentos de no pensar en la muerte. Por ejemplo: las motos. Pienso en la velocidad, en la inclinación de los pilotos, en las travesuras de los adelantamiento. Tomizawa se mata en la pista y en el fondo eso me ayuda a dejar de pensar en la muerte, me refiero a dejar de pensar en mi muerte. Me permite pensar en la muerte de los otros, de los pilotos, de los motoristas. Pensando en esas cosas, un tanto ajenas, entro en el estudio y veo mi casco negro sobre una pila de Víboras que no consigo vender. Tomizawa tenía 19 años. Yo tengo 35. ¿A qué edad deja de ser menos injusta la muerte? ¿Me moriré en un accidente de moto?

Me pongo a leer, que también ayuda. Leo Estrella distante de Roberto Bolaño. Un par de párrafos abajo me pillo a mí misma mirando el margen del libro. Has dejado de leer, tonta. Me angustia la muerte temprana de Bolaño. Tampoco me enteré mucho cuando murió Bolaño. Tampoco fue una muerte televisada. Me acuerdo otra vez de Fogwill. Leo esto y esto.

Me duele el estómago pero tengo hambre. Como. Tener hambre con dolor de estómago dicen que es bueno. Pero luego leo en un foro que quizás no tengo hambre, que igual es ansiedad disfrazada de hambre, una enfermedad con los mismos síntomas.

Alberto quería que probase un juego llamado Portal. Se nota que no estoy familiarizada con los videojuegos porque digo «un juego llamado Portal», cuando en realidad es tan famoso que si digo solo Portal ya todos saben lo que es. Yo no sabía lo que era. Pero es tan famoso que hasta Nacho Vigalondo escribe ensayos sobre ese juego. Jugar distrae de la vida (y de la muerte, en consecuencia), podría servir para distraer también los primeros pasos de mi invernal camino al infierno.

Pero no es así porque a mí no me gusta jugar así que me estreso, me obsesiono con fiereza, me desespero, me angustio, me roba el tiempo como un agujero negro y me doy golpes una y otra vez contra mi estupidez y mi torpeza. Jugando, no puedo evitar recordar una y otra vez el gusto que sentía mi padre por los jeroglíficos del periódico. Él, que resolvía ecuaciones y vectores e integrales y derivadas con absoluta normalidad a los 50 años (yo en COU ya me había olvidado de todas esas operaciones) me incitaba a que yo también los resolviera. Yo comenzaba a sudar, sólo veía dibujos inconexos, me entraban ganas de llorar. Con las pantallas del juego me pasa lo mismo: no entiendo cuáles son las reglas para resolver el juego, no puedo aguantar las lágrimas, me duele el estómago y me entran ganas e irme a la cama. Si es una pantalla donde me pueden matar, me matan varias veces. Así que ahí está la muerte de nuevo. Un pensamiento que, en realidad, ya me andaba rondando desde que relacioné el videojuego con el jeroglífico, pues la muerte de mi padre ha impregnado mucho de lo que ha pasado en mis últimos 20 años.

El 'moridódromo' de Soylent GreenAl mediodía hemos visto Soylent Green, una película que nos lleva a un año 2022 con la naturaleza agonizante, el planeta superpoblado, muy pobres y muy ricos, mujeres tratadas como «forniture», comida fabricada con soja y algas y un moridódromo para que los ancianos se quiten de en medio, en un tránsito a la muerte con sonrisas e imágenes de cuando existían caballos y amapolas.

No hay una conclusión clara para este post. Una vez escribí (o se lo copié a alguien, ya que sé) «todas las muertes son la misma muerte». Vila-Matas dice (o se lo copió a alguien) que toda la literatura habla de la enfermedad (los diarios, al menos). Un buen polvo no te hace olvidar la muerte pero, al contrario que los libros, las canciones, las motos o los videojuegos, hace que te de más igual.