Hay días que te salen chungos en medio del verano. Son castañas huecas, nueces revenidas, sobres sorpresa sin sorpresa. Unas cartas con las que no puedes hacer nada, una mala mano: son los días nublados. No sabes qué hacer con ellos, te dejan bloqueada y desorientada porque te han colado un otoño en mitad de tus vacaciones y ni siquiera has traído rebequita, mucho menos un paraguas.
Son días en los que te asolan pensamientos oscuros, que te despiertan en mitad de la noche como lo hace un trueno inesperado y el fuerte repiqueteo en el alféizar de tu ventana abierta. Son los problemas que habías decido no meter en la maleta y que, no sabes cómo ha sucedido, han cogido un autobús detrás de ti y te han seguido sin que los vieras venir, agazapados tras el matorral cercano, disimulando detrás de un periódico del revés. No deberías haber dejado la ventana abierta mientras dormías. Se lo has puesto demasiado fácil. Se meten en tu cama y, cuando despiertas por la mañana, los problemas que habías dejado atrás te miran sonriente, te colocan un mechón de pelo revuelto y te dicen buenos días, querida.
Son la anticipación en una historia de misterio (un clavo solitario del que no cuelga ningún cuadro en la pared, un comentario casual en el que alguien confesó su alergia al veneno de las avispas), un simulacro de incendio, un ensayo a la italiana, una previsualización de un enlace, un tráiler, una notificación. No son nada, en realidad, pero te arruinan las vacaciones.
Esto es solo el principio. Sigue leyendo haciendo clic en este enlace. Este artículo pertenece a la serie El verano del coronavirus, publicada en eldiario.es
Todas las ilustraciones de la serie han sido realizadas por Isa Ibaibarriaga.
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