Todos mis amigos juran que, a partir del día que empiezan sus vacaciones, no van a encender el ordenador, ni abrir Twitter, ni consultar un periódico. (No se dan cuenta de que se lo están diciendo a alguien que escribe en uno de ellos una serie de artículos durante el verano). Anuncian, como si fuera una heroicidad, que solo van a publicar fotos en Instagram de lo que van a comer, lo que van a beber y las playas en las que se van a tirar. Quizás, también, del libro que van a leer. Porque van a leer, leer de verdad, dicen, leer lo que les dé la gana, aseguran. Las vacaciones son un descanso de los demás y un spa para el ego.
Me duele este desprecio tan de exfumador o expolitoxicómano ante los vicios informativos. Una vez yo intenté un verano tipo The Priory (la clínica de rehabilitación favorita del rock’n’roll británico) y me perdí tantas cosas que todavía descubro que hay personalidades que murieron ese verano y que yo creía vivas. En conclusión, no hace falta cortar amarras, pero se pude bajar la dosis.
En mis conversaciones de reencuentros veraniegos, noto mucho que la gente se queja, además de los achaques habituales, de consumo excesivo de noticias durante el confinamiento. Que es mala para la salud mental y que los medios se han pasado de la raya. (¡Oigan! ¡Aquí una periodista! ¡Hola!). «Yo es que ya no leo los periódicos», me han llegado a decir. O, el comentario que más miedo me da: «Si hay algo verdaderamente importante, ya acabará por llegarme». Se me pone la piel de gallina al pensar en qué tipo de embarcación y con qué sistema de flotación arribará a puerto esa nave.
Esto es solo el principio. Sigue leyendo haciendo clic en este enlace. Este artículo pertenece a la serie El verano del coronavirus, publicada en eldiario.es
Todas las ilustraciones de la serie han sido realizadas por Isa Ibaibarriaga.
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