Las vacaciones pueden tener una parte de usurpación, admitámoslo. Ensayamos durante un tiempo cómo sería ser otro, o como seríamos nosotros mismos si pudiéramos alterar algunos de nuestros condicionantes. Aparentamos que, en realidad, todo el año somos también ese tipo desenvuelto que come y cena fuera de casa, que encarga paellas y ordena percebes. Nos camuflamos entre la multitud, escondiendo la cámara de fotos y cerrando Google Maps, y actuamos como suponemos que actúan los locales, nos desentendemos de curiosear a un lado y a otro y nos concentramos en mirar solo de frente, como si hubiéramos pasado mil veces por ese sitio de camino a otro. De repente, por una bocacalle, asoma un pedazo de iglesia románica y se nos van los ojos, pero nos obligamos a no mirarla, o si acaso hacerlo con desdén, porque hoy queremos ser de aquí, pretendemos que somos de aquí, somos de aquí.
Ponemos a prueba nuestro yo, con su esencia y sus relaciones, trabajosamente moldeado (o vapuleado, todo depende del privilegio, del barrio y de la resistencia), y nos interrogamos seriamente: ¿seríamos felices aquí? He constatado que la respuesta depende de si la pregunta se hace al principio de las vacaciones o ya tirando hacia el final. Del podría ser, cómo no, claro que sí, vamos diciéndonos, cuando se aproxima el regreso, que en realidad pertenecemos a otro sitio, que allí no se está tan mal, que los inviernos aquí son un tostón, que nadie quiere estar toda la vida de vacaciones. Es decir, nos mentimos siempre.
Me gustan mucho las casas museo. Son un terreno a medio camino entre la realidad y la ficción muy parecido al de las vacaciones. En A Coruña hay varios. Hace poco he ido a visitar la casa en la que vivió Pablo Picasso durante cuatro años cuando era niño. Nunca deja de sorprenderme que periodos que aparentan ser tan insignificantes den para sacar un piso del mercado, extraerlo, digamos, de su contexto, y colocarlo en un momento de tiempo pasado, preservándolo del avance del progreso, de la civilización, de la vida en general. Me gustaría una casa museo donde pudiera ver las cosas tal y como las dejó, en el último día de vida, la persona relevante que vivió allí. Vendría una comisión de preservadores, rociaría con espray goma laca y comenzarían a cobrar entrada desde el día siguiente a la muerte. Una magdalena a medio morder, abandonada sobre una mesa, se iría poniendo verde, luego azul, y los visitantes sentirían que el tiempo no está del todo detenido, que es un tópico que utilizan los guías de las casas museo.
Esto es solo el principio. Sigue leyendo haciendo clic en este enlace. Este artículo pertenece a la serie El verano del coronavirus, publicada en eldiario.es
Todas las ilustraciones de la serie han sido realizadas por Isa Ibaibarriaga.
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