Debido al permanente estado de susto vigente en 2020, este año el verano dura menos. Para los que cogen vacaciones la segunda quincena de agosto es una faena porque ya no se disfruta, es como llegar a un club a las 5:55, pedir una copa y que al segundo sorbo enciendan las luces. La metáfora vale para cuando existían clubs, los más jóvenes no sabrán ni de lo que les hablo.
Estos días Madrid engulle a cientos de veraneantes que osaron irse de vacaciones, los absorbe como una aspiradora hambrienta de trabajadores y consumidores. Dos días después, el retornado que hace no mucho caminaba en chanclas por la vida ahora viste su cara de septiembre. El moreno se le ha caído al suelo todo de golpe y, con innecesaria eficiencia, ha pasado una máquina de limpieza frotando el rodillo por la acera, pues la ha dejado echa un asco, cubierta de polvo de mar y de sal.
Aquí, en la ciudad, solo se habla de dos cosas: la vuelta al cole y las predicciones para el futuro próximo. Incluso los clásicos brasas aficionados a relatar sus viajes con pleno detalle, este año se abstienen de hacerlo, no se sabe si porque no se han ido o por miedo al qué dirán. Mejor no preguntar. Mucha gente no se ha ido a ningún lado y les han condecorado con un diploma a la resistencia y una medalla por sobrevivir a la ola de calor. Algunas de estas personas consideran que los que nos hemos ido de vacaciones hemos actuado de manera irresponsable. Aunque intentes justificarte, esperan agazapados al pie de tu relato a que cometas un error: un taxi innecesario, una cola para comprar churros, una visita extremadamente cuidadosa a la Torre de Hércules donde, fíjate qué curiosidad, dos semanas después dio positivo un empleado de la limpieza y tuvieron que cerrarla. “Mierda”, piensas, “no debería hacer dicho eso”.
Esto es solo el principio. Sigue leyendo haciendo clic en este enlace. Este artículo pertenece a la serie El verano del coronavirus, publicada en eldiario.es
Todas las ilustraciones de la serie han sido realizadas por Isa Ibaibarriaga.
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