8. El miedo de la gente

Siempre me ha resultado difícil dosificar el grado de afectividad física de los reencuentros. ¿Un abrazo será sobreactuado? ¿Se besa antes o después de abrazar? ¿Dos besos expresan lo suficiente? ¿Uno solo es más cariñoso o menos? ¿Sabré poner la mano sobre su hombro de manera natural? ¿Queda pervertido acariciar la mejilla? ¿Agarrar la barbilla es de viejas? ¿Se entenderá el cariño si le toco la punta de la nariz con el dedo índice? Lo mejor del coronavirus es que todas estas preocupaciones dejan de generar angustia: no tienes que hacer nada, te quedas a un metro de distancia y dices «¡hola!». Sonríes, claro, lo cual es una idiotez porque la mascarilla te tapa la boca, pero se te achican los ojos en un pozo de arrugas y confías en que eso cuente como un grado de afectividad bastante superior.

Cuando vuelves por vacaciones a tu pueblo, a tu ciudad de origen o a tu epicentro familiar, cuna de tus leyendas y fantasmas, hay muchos reencuentros con los que cumplir. De los abuelos a los panaderos, todos tienen algo que decirte: si has engordado o no, si has aprobado todo, si te han hecho fija en tu trabajo, si no es verdad que aquí se está mejor que en el sitio en el que vives, que no te vuelvas en septiembre, mujer. La novedad de este año es que, en la comparativa, rápidamente se introduce el factor qué lugar es mejor para confinarse. «Ay, nena, para quedarse en casa todo el día mejor aquí en el norte que estamos fresquitos», por ejemplo. Este argumento es demoledor. Pero luego viene la pregunta inevitable: ¿Y Madrid…?. No se atreven a decir más palabras, hay un ligero temblor en la frase y un miedo que recorre los puntos suspensivos. Sabes qué es lo que quieren saber, lo que buscan atestiguar. En la distancia han construido un relato terrible del paso de la COVID-19 por la capital. Tanto que pronuncian el nombre como si lo cogieran con guantes, para no contagiarse. Por tanto, les doy lo que piden. Les cuento el impacto de ver pasar por tu calle una tanqueta del Ejército con altavoces a todo trapo pidiendo (o más bien ordenando) que nos quedáramos en casa. De los coches fúnebres de aquí para allá. Les hablo de la policía en todas partes, de los controles, las ambulancias y los helicópteros, todos esos sonidos de la emergencia que en las ciudades pequeñas solo escuchas de manera excepcional pero que en Madrid forman parte natural del paisaje sonoro; una música incidental que ha dejado de ser inquietante, inserta en el resto del elevado ruido de la ciudad, hasta el día en el que se pararon las obras, el tráfico, los aviones, la cháchara de las terrazas y el griterío de los parques, y solo quedó el sonido de la emergencia.

Llego a la conclusión de que hay más miedo en la distancia que en el fragor de la batalla contra el virus. Repaso las conversaciones de mis reencuentros de verano y me doy cuenta de que lo he hecho fatal. He echado más leña a su miedo y no les he hablado de todo lo demás: de lo bonito y lo cursi. De las fiestas entre balcones, de las calles decoradas, de las tartas y los tápers que nos pasábamos, de las conversaciones por las ventanas, de los amigos de aplausos, de las despensas solidarias y el reparto de alimentos por el barrio, de la pequeña librería que siguió llevando pedidos a domicilio en bicicleta, de los que bajaban la basura o hacían recados a los vecinos que no podían o no querían salir. Sé que esas cosas les parecen raras y arriesgadas, que no encajan en el relato apocalíptico que han construido desde fuera.

Esto es solo el principio. Sigue leyendo haciendo clic en este enlace. Este artículo pertenece a la serie El verano del coronavirus, publicada en eldiario.es
Todas las ilustraciones de la serie han sido realizadas por Isa Ibaibarriaga.
Lee la seria completa aquí.