Comencé a usar Twitter en febrero de 2007, siete meses después de su lanzamiento. Me apasionó desde el primer día. Al principio, se parecía mucho a enviar sms, pero gratis y con la opción de hacerlos públicos. Antes de los smartphones, Twitter te enviaba gratuitamente los tuits a tu teléfono, vía sms. El teléfono no paraba de sonar, como una precuela del mundo con Whatsapp.
Unos años después, no recuerdo cuándo, me olvidaba de usarlo y tuiteaba esporádicamente. Hasta que llegó internet a los teléfonos y, con la vida online 24/7, hice de Twitter un interfaz entre mi yo y el mundo. Algo así como unas segundas gafas.
La utilidad de Twitter, para mi trabajo como periodista, era incontestable: información rápida, contacto con fuentes, sondeos, peticiones, tendencias… El vicio de Twitter, como usuaria, es también evidente pero más criticable: exposición personal, construcción de la identidad digital, cuidado de la reputación, cotilleo de la vida de los otros.
En Twitter pasan cosas nuevas, asombrosas y divertidas. Como los memes, los virales, lo tróspido, la escritura en común, la tweetgrafía, la tecnopoética, el surrealismo. Y también es el escenario de lo político: las convocatorias, la propagación de soflamas, el incendio, la revuelta, el contagio.
Si para algo me ha sido verdaderamente útil Twitter en estos años ha sido para derivar tráfico a mis artículos. Como freelance, he creído que mi fuerza ante mis empleadores son mis followers. Hoy, 25 de agosto de 2015, tengo 9.358. Alcanzar los 10.000 ha llegado a ser una obsesión. He pensado todo tipo de estrategias para conseguirlo. Cuantos más followers, pensaba, más lectores. Cuántos más lectores, más éxito como periodista.
Hace tres años (aproximadamente, me cuesta fijar una fecha) el uso de Twitter comenzó a dispararse masivamente. La curva de mis followers pasó rápidamente la barrera de los 5.000 y comenzó a crecer al ritmo uniforme de 100 por mes. En cambio, a la vez que esto sucedía, los RT y FAV de los tuits en los que publicaba el enlace a un artículo mío, decrecían. El número de clics que conseguía ahora, con miles de seguidores, era muy inferior a lo que lograba años antes, cuando los trending topics no eran noticia de telediario. Crecía la oferta, eso estaba claro, y mis tuits se perdían en desbordantes timelines siempre en movimiento. Si quería que mis seguidores se enteraran de mis nuevos artículos, debía vender el mismo enlace de maneras diferentes y a distinta hora del día. Ni con esas conseguí que los clics crecieran proporcionalmente al número de followers.
Otra evolución que detecté fue que mis seguidores tenían un sesgo que no conseguía cambiar. Es más, si me empeñaba en tratar algún tema en concreto que no encajara con el perfil mayoritario, me chorreaban los unfollows. Por ejemplo: mis seguidores aprecian los artículos sobre temas sociopolíticos y, con especial atención, si tienen un enfoque de género. Por otro lado, ignoran por completo lo que tiene que ver con la música. ¿Resultado? Por muy pesada que me ponga nadie se entera de que tengo un sello discográfico. Es solo un ejemplo.
Siendo mi principal obsesión derivar tráfico a mis artículos, comencé a sufrir con otra de las tendencias evidentes en Twitter: a la gente le mola más quedarse en Twitter que salir de la web o la aplicación. Los tuits más exitosos contienen un chiste, una denuncia breve, un buen hashtag y una foto. Nada de links.
Por último, y como dijo (en Twitter) alguien que no recuerdo, Twitter dejó de ser divertido. Había pasado de ser el mercadillo de los Encantes a algo muy parecido a El Corte Inglés. Ahí todo el mundo está para vender algo. Yo la primera. Todo el mundo vende y nadie compra. O compran lo de siempre. Se vende ideología, se compran votos. Se vende moda, se compran zapatos. Se vende reputación, se compra amistad. Y detrás de estas transacciones subyace siempre el mismo objetivo: ganar. [Actualización: exacto, como ha dicho Santiago Gerchunoff (en Twitter), me aburro].
Despues de sumar todos estos factores la pregunta que me hago es ¿para qué seguir? Sigo ahí por vicio. Por tanto, me pregunto ¿quién gana con mi uso compulsivo de Twitter? ¿Twitter? ¿Los medios que me publican?
Yo, no. Es hora de poner el esfuerzo en otro sitio.
No voy a cerrar la cuenta porque no quiero perder mi @elenac pero le he puesto candado. Pondré los links a mis artículos, supongo, como he hecho hoy, de igual manera que los pongo en Pinterest y en mi blog. Seguiré mirando el timeline y mis listas como quien lee los titulares de un periódico, en la medida en que me sean útiles. Pero ya no voy a dar de comer a la bestia.
Postdata 1:
Después de escribir esto he reflexionado un poco y creo que he cargado mucho las tintas sobre el utilitarismo que he hecho de Twitter. Y eso no es del todo cierto. He mantenido debates y conversaciones solo por la pasión de hacerlo. He opinado, me he reído, he hecho coberturas que no tenían ningún link al exterior, he hecho amigos y amigas.
Postdata 2:
No me busquéis tampoco en Instagram, ahí sí que me he ido del todo.