Anestesia, amnesia

El efecto de la anestesia no es como se pinta en las películas. Todos creemos que te inyectan un líquido transparente con una aguja y, unos segundos después, empiezas a ver borroso, mientras el anestesista te hace contar de diez a uno. Pero el paciente nunca llega al 1 y a eso dl 5 ya comienza a dormirse. Las sombras verdes de los médicos moviéndose se hacen indistinguibles y el paciente lucha por mantener los párpados abiertos. La mano de un enfermero se posa sobre el hombro del enfermo y le pide «relájese» con tanta naturalidad que el paciente se siente confiado y acepta cerrar los ojos.

Durante la elipsis no sabemos qué pasa pero imaginamos qué sueños o pesadillas acosan al enfermo anestesiado mientras los médicos hurgan en su cuerpo sin quejas ni movimientos extraños.

El paciente parpadea y advierte que las luces ya no son las del quirófano sino las de su luminosa habitación. Un bulto blanco se mueve a su alrededor, es la enfermera sonriente que le dice «al fin despierta usted». Las figuras se van definiendo y el paciente despierta, al fin, y comprende que está de vuelta a su habitación y ya ha pasado todo.

Eso es el cine. Vayamos ahora a la realidad.

La enfermera me señala mi habitación. No tiene ventanas. Se parece a los boxes de urgencias pero grande y con puerta. Hay una cama, una mesilla y un asiento que parece confortable. «Desnúdate del todo menos las braguitas, te pones esa bata con la abertura hacia atrás, el gorro en la cabeza y las calzas en los pies». Me deja dos copias del consentimiento que he de firmar antes de que me anestesien. Me ha dicho que lo firme, no que lo lea. Yo sé que no debo leerlo y hago esfuerzos por firmalo sin hacerlo. Pero encima de la firma dice claramente que he leído y he entendido lo que se dice en la hoja. Me armo de valor y me pongo a canturrear una canción de Kasabian. Ahí dice que me pueden romper un diente. Leo en diagonal buscando algo sobre el peligro de muerte. Vengo fantaseando con que no me voy a despertar de la anestesia nunca jamás.

Me quito la ropa con obediencia, tal y como me ha dicho. La bata no está mal, es azul oscuro. En el gorro de ducha prefiero no pensar, me lo puedo imaginar. Lo que es humillante son lo que ella llama calzas. Las calzas son estas medias que yo uso y que llegan hasta la mitad del muslo. Son las calzas largas que llevaba Pipi. Estos plásticos verdes en los pies son bolsas de plástico verdes para los pies. Me siento en la camilla y veo cómo me huelgan las piernas. Me miro los pies forrados con los plásticos verdes y digo «son un poco humillantes». No para mí, sino para mis pies. Me compadezco de mis pies colgando desde la camilla, flotando en el aire, juntos, con las bolsas de plástico verde, balanceándose. La enfermera no viene.

Miro los consentimientos sin firmar sobre la mesilla de noche. Me aburro. Me dedico a escuchar las conversaciones de los médicos y enfermeros con otros enfermos. Oigo cómo una mujer de 65 años os sometida al mismo interrogatorio que me hicieron a mí hace un rato: ¿Cuánto pesa? ¿Cuándo fue la última vez que comió o bebió algo?

Han pasado quince minutos. Entra la enfermera y me pregunta si estoy preparada y si he firmado el consentimiento. No lo he hecho, no tengo boli. Me deja el suyo. Ahora, me dice, métete dentro de la camita. Yo me asusto cuando las enfermeras empiezan a usar diminutivos porque sé que es cuando llega lo peor. Asustada, me metí dentro de la camita. Tapada con una sábana cálida que al menos me impedía ver mis humillados pies.

«¿Te han hecho esta prueba alguna vez?». Sí, le digo, y no lo pasé nada bien porque me la hicieron despierta. «Vaya, no te preocupes, que ahora no te vas a enterar de nada». Entran dos buenos mozos a darme una vuelta montada en la camilla. Intento disfrutar del viaje, que en ese momento me recuerda a cuando me dejaban pasear dentro del carro por los pasillos del hipermercado. Nos paramos un momento, hay un paciente que dice que se va. Los enfermeros le preguntan cuándo van a venir a buscarle, que no se puede ir solo. El paciente dice que va a llamar por teléfono. Allí nadie le cree. Me meten a una sala verde llena de aparatos, encajan mi camita entre ellos. Me presentan a mi anestesista, es una chica unos diez años más joven que yo. Antes de que se cierren las puertas le grita al chico que se quiere ir que ni se le ocurra conducir, que no está en condiciones. La anestesista es guapísima, tiene unos ojos verdes maravillosos. «Éste se va a ir», dice mi enfermera. «¡Pues como coja el coche y se de un golpe la culpa es mía por haberle anestesiado» dice, mientras me busca la vena en la mano de la mano derecha. Mi enfermera aprieta fuerte una goma alrededor de mi brazo y le contesta «la culpa será suya, no tuya, aquí hay muchos testigos que nos han visto decirle que no se puede ir solo. ¿Tú has venido sola?», me pregunta a mí. Sí, he venido sola, pero vendrán a buscarme. «Ah, muy bien, porque no te puedes ir sola. Parece que hoy es el día en el que todos los pacientes han decidido que no necesitan venir acompañados». Yo le digo que Alberto salía ahora de trabajar. «Bueno, entonces es el día en el que los acompañantes salen tarde de trabajar», esa es la enfermera, intentando conjugar argumentos. «Seguro que ya está ahí», me dice la anestesista de ojos verdes y añade «hoy lo único que te va a doler es el pinchazo que yo te voy a dar y ya». Pero no encuentra la vena. «Bueno -me sonríe- te dije un pinchazo pero serán dos» . Yo le sonrío y pienso que a veces ser tan guapa tiene sus ventajas porque me cae bien y no me enfado con ella por no atinar con la vía a la primera. Entra el médico y se me presenta. Me preguntan por segunda o tercera vez ya, he perdido la cuenta, cuánto peso. Vuelvo a decir que 50, o algo menos. La enfermera aprovecha el momento para hacer un chiste «estás muy delgadita, yo creo que son menos de 50, y, con el miedito que tienes, seguro que has perdido algún kilo más». Le sonrío torpemente el chiste. Le explica al doctor que estoy cagada de miedo porque sé lo que me van a hacer, que ya me lo hicieron hace tres años estando despierta. Es el momento en el que cuelo mi frase preferida sobre este tema: «es la peor perrería que me hayan hecho nunca». No se me ocurre otra mejor, así que la uso siempre. Me miro la mano con la vía y cierro los ojos para no ver cómo meten la aguja. El doctor sonríe por mi comentario, claro, no me lo había escuchado antes. Abro de nuevo los ojos y un enfermero me pregunta qué tal voy. Le digo que bien, esperando. «Te puedes ir vistiendo». Yo le digo que no, que no me han hecho la prueba aún. «¿Cómo que no?». Insisto tanto que el chico sale a preguntar. Oigo que mi enfermera y el doctor se ríen a lo lejos y le dicen claro que sí, hace 20 minutos que me lo hicieron. No es posible, no lo recuerdo.

Aparece Alberto por la puerta, sonriendo con un gesto extraño. Creo que intenté convencerle de que no me lo habían hecho. Él insiste en que sí. Me dejo que me vista. Apenas recuerdo cómo me vestí, cómo entre los dos me vestí. A partir de ahí los recuerdos son intermitentes, como los lapsus de una borrachera.

La anestesia hace efecto en un segundo, no viene poco a poco. Tampoco se va poco a poco. Viene y se va rápidamente y, con ella, atrapa el tiempo como un agujero negro. No deja nada para sustituir ese tiempo. Cuando dormimos, sabemos que el tiempo transcurre. Es más, antes de mirar el reloj por la mañana tengo consciencia de aproximadamente cuánto tiempo he pasado dormida. La anestesia no es así, no imprime segundos en blanco sino que destruye el tiempo y empalma el segundo anterior con el segundo siguiente. El desconcierto es brutal. ¿Dónde va a parar ese tiempo? ¿He envejecido durante esos 30 minutos o el tiempo ha sido detenido en mí?

Y, ahora, me pregunto si estar en coma se parecerá más al sueño o a la anestesia.