Cuando tuve en mis manos mi primer libro no podía dejar de acariciarlo. No lo pensé en ese instante pero, ahora que lo recuerdo (y siento caer en el lugar común del parto), me evoca al momento en el que los sanitarios pusieron a mi hija sobre mí y yo le acariciaba la cabeza y la espalda, por un lado para darle calor y por otro para sentir que era real. En mi barriga era una idea, intocable. Fuera, era física, contundente, y desde el primer minuto comenzaba a hacerse un lugar en el mundo, a consumir aire, recursos, a generar deshechos.
Junto al mostrador de La Imprenta, Miguel Ángel puso un libro en mis manos y yo palpaba con la yema de los dedos la cartulina de la portada, que me parecía reconfortantemente suave. Como la tapa es un mapa, lo que sí me vino a la cabeza en ese instante fue un viaje que hice sola en coche a Portugal y, de allí, a Galicia, por carreteras que desconocía pues en lugar de ir hacia Vigo, di un rodeo por Ourense. Los móviles todavía no tenían GPS y yo me apañaba con un mapa de carreteras, que es un instrumento al que siempre he tenido mucho apego. En mi coche llevaba uno antiguo, que no solo había marcado mis destinos sino el de mi amigo Juanjo, que me lo regaló cuando él se compró uno más nuevo. Pero a mí me gustaba el viejo, porque ya había ido a muchos sitios.
También tocaba los bordes, los cantos, las esquinas, sin atreverme a abrirlo. Más que falta de valentía, lo que tenía era falta de ganas. Todas esas letros de dentro… no me interesaban mucho. Quería seguir viendo la caja por fuera. Le di la vuelta. En algunos libros aparece la foto de la autora en la contraportada. En el mío, es una pareja que camina del brazo. Son mis abuelos, de novios o recién casados. Sagrario mira hacia otro lado. Raimundo, hacia algún lugar de la acera, delante de él. No son conscientes de que están siendo fotografiados. Están a punto de llegar a la puerta de Bisagra, en Toledo. Yo no habría sabido ubicar el lugar en el mapa, pero Carlos Vega se dio cuenta de que era la calle Real del Arrabal, delante de la casa en la que muchos hijos después viviría un gran amigo del hijo todavía no concebido de Raimundo y Sagrario.
Un libro, en su función reprográfica, copia no infinita pero numerosa de un original, no deja de ser un cuerpo extraño. Es mío porque lo hice yo, pero no es tan mío como un lugar que tengo en la muñeca. No es como un cuadro o un dibujo, que solo hay uno. La reproducción mecánica del objeto libro lo hace incontrolable, ajeno.
Me han llamado valiente dos veces porque he escrito cosas muy íntimas en ese libro. Cosas que otras personas guardan en secreto. Esas dos veces me he asustado, como como cuando recuerdas a la mañana siguiente, entre brumas, que borracha dijsite algo que deberías haber callado. No me siento valiente sino insconsciente. Me es imposible escribir pensando en que cada línea será publicada: me bloqueo y no acabo diciendo lo que pretendía. La única manera es tirar para adelante y sentirlo como un acto íntimo. Después, al publicar, la mala memoria arrastra, como el torrente de un río, las dudas.