Demasiados «deberes» del colegio

La pequeña V. tiene seis años y cursa primero de Primaria. Es su primer año con libros de texto, pupitres individuales y diferentes profesores.

No es el primer curso que trae deberes a casa. En el anterior ya se los imponían los fines de semana. Pero ahora tiene que hacerlos todos los días.

La palabra «deberes» no me gusta, y a veces es más bonito decírselo en inglés: homework. Pero es inútil, yo sé que el término es sólo una cortina de humo. Son deberes, el tributo de una deuda contraída con el colegio que no se cansa nunca de exprimirte, incluso cuando cruzas la verja de la escuela.

Ayer V. salió del colegio, como todos los días, a las 16:30. Llegó a casa a las 17:00. Después de merendar y jugar un poco con sus Little Petz Shop, nos pusimos a hacer los deberes a las 17:30: entre dos y una páginas de cada libro de texto (English, Lengua, Matemáticas y Plástica), una hoja con sumas y restas y un dictado que corregir y colorear.

Teníamos hasta las 20:00, pues después tiene que cenar y dormir. ¿Le dio tiempo a la pequeña (y por otro lado lista, aunque soñadora y juguetona como cualquier otra niña de su edad no excesivamente domesticada) V. a terminar sus deberes antes de la hora? No. Las escamas del pez que debía recortar y pegar eran interminables, las cuentas con números altos, difíciles, los ejercicios de lengua y caligrafía que hubo que borrar y corregir, eran más de cinco, seis, siete.

Esos son los deberes del colegio pero, ¿y nuestros poderes? El colegio extiende sus garras durante el tiempo doméstico y no nos deja espacio en el que poder enseñar otras cosas, de otra manera. No le pude leer otro capítulo de Alicia en el País de las Maravillas. Ella no pudo hacerme preguntas. No pudimos hablar de los animales. No pudimos hablar para aprender. Agotada, harta (yo más que ella), los libros de texto y los cuadernos de actividades volvieron con su máximo peso a la mochila de ruedas, carrito de la compra educativa, que ella ya sabe llamar schoolbag, con sus pen y sus pencil en su pencilcase, que todo eso ya lo sabe.

Pero da igual como lo llames, pequeña V, que sigue pesando lo mismo: demasiado.