La semana pasada, cuando se puso el foco en las compras desquiciadas y el desabastecimiento de los supermercados, escuché en la radio una entrevista a una persona que representaba algún tipo de coalición del comercio. La locutora le preguntó acerca de los artículos que se agotaban con mayor rapidez, además del papel higiénico, a lo que el entrevistado respondió “no tiene ningún sentido, pero otro producto que escasea es la harina, como si nos dedicáramos a hornear panes en casa, como antiguamente, cuando en realidad ya no sabemos hacer pan”. Lo escribo de memoria pero sus palabras fueron más o menos estas, a las que añadió una explicación de cómo la compra masiva de papel higiénico y de harina respondían en realidad a impulsos psicológicos y no a verdaderas necesidades. Me gustaría contestar a este señor que, respecto al papel higiénico, tiene razón, pero de la extrema importancia de la harina durante el estado de alarma lo sabe cualquiera que tiene hijos e hijas pequeñas: “¿hacemos galletas?” son las dos palabras más poderosas para despegar a los pequeños de la televisión. Tengo fotos de galletas, bizcochos y tartas recién horneadas en prácticamente todos mis chats.
Hoy Eleonor tenía un humor de perros, se enfadó varias veces conmigo por tonterías, más por ganas de cabrearse y sacar la rabia por algún lado que por otra cosa. O eso me pareció. Solo quería ver series y películas, cosa que hizo durante algunas horas. Cuando dijo que no había ninguna otra cosa en la vida que quisiera hacer, dije las palabras mágicas, y quince minutos después estábamos en la cocina amasando la harina con el huevo.
En el confinamiento, los detalles se magnifican, como ya sabíamos por Gran Hermano. En casa de mi amiga M. pasó algo imprevisible, desconcertante, inquietante, bárbaro, prodigioso, sobrenatural: Steven se presentó en su casa. No estaba claro si lo hizo por propia voluntad —un plan previamente trazado por Steven— o fue algo azaroso. M. se disponía a hacer una ensalada, para la que sacó una lechuga de la nevera, que había comprado hacía varios días. Al ponerla sobre la encimera, Steven, contento, decidió dar un paso adelante y asomó los cuernos lentamente entre las hojas, estirando el cuello. El grito de M. podría haberlo oído yo desde mi casa si hubiera estado atenta. Su hija acudió a la cocina alarmada. “¡Es un caracol!”, dijo M. “Lo adoptaremos y le llamaremos Steven”, dijo la niña. A M. le daba asco Steven pero, a estas alturas, ¿quién le niega nada a una niña de 8 años metida en un piso durante diez días? Esa misma noche, el padre aprovechó cuando la pequeña se había quedado dormida para sacar a Steven del tupper en el que ahora vivía y hacerle una foto, con la idea de perpetrar un meme (el cual incorporo a este diario). Durante la sesión fotográfica, Steven se escapó. El padre, desesperado, fue a buscar a M. para explicarle que Steven había huído. Con un clásico “a que voy yo y lo encuentro” (esto no sé si lo dijo, pero no me imagino que sucediera de otra manera), M. se levantó de la cama y empezaron a llamarlo a gritos por toda la cocina, hasta que apareció, lejísimos. “Si no lo llegamos a encontrar, mañana habría habido lágrimas”, dice M. Por no hablar de que a su marido se le habría caído el pelo. M. y su familia fantasean con que sacan a Steven a pasear a la calle. Hoy le he preguntado como sigue. me cuenta que bien, que está en su tupper, que le limpian las cacas, que le ponen comida, que no le sacan al sol porque está nublado. “Sentimientos exacerbados”, que decían en aquel programa de televisión.