Diario del coronavirus (16): Arden los móviles

Aunque nos fascinan las videollamadas holográficas de Star Wars, pertenezco a una generación (o a un tipo de persona, no sé) que no deja de sentirse incómoda al ser observada. La de mi hija, no. (O que ella es de otra pasta, eso también habría que valorarlo). Estos días mi móvil echa fuego y no será porque yo lo use mucho. Cuando suena el sonido de videollamada en el WhatsApp, Eleonor se levanta corriendo porque sabe que es para ella.

Contesta y aparece la cara de una compañera de clase. Casi todos los días habla de esta manera con su gran amiga L. Hoy ha sido Eleonor quien la ha llamado y, un rato después, han acabado haciendo lo mismo que habrían hecho si hubiesen estado juntas al lado de una pantalla: poner videos de YouTube. La rudimentaria (pero efectiva) tecnología utilizada por mi hija consistió en enfocar con el móvil la pantalla del ordenador. Y así, han pasado media hora poniéndose los videos que han visto mil veces: el Gangam Style de Pocoyó o el Pen-Pineapple-Apple-Pen de Piko-taro. Las mismas risas de la primera vez. Normalidad absoluta.

Un rato antes, llamó la madre de dos hermanos mellizos. Nos saludamos y en seguida Eleonor estaba haciendo ese gesto con los dedos de “trae pacá”. La conversación entre ellos consistió, además de una rápida puesta al día sobre los deberes, por lo que pude oír de lejos, en boicotearse tapando la cámara con el pelo. O algo así. No se habían visto desde que empezó el confinamiento y estaban contentos, puede ser que esa fuera la manera de reinstalarse en la normalidad. A esta hora del día, las comunicaciones ardían y la cosa ya estaba imparable. Todavía no habíamos comido y, antes de que yo pudiera reclamar mi móvil de vuelta, ella ya estaba videollamando a sus abuelos, con los cuales estuvo hablando mientras ellos y yo preparábamos nuestras respectivas comidas.

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