Cuando en el chat de madres y padres de la clase de tu hija empiezan a mandarse fotos de copas de vino y cerveza, un martes por la noche, es que hemos tocado fondo. Querría pensar que es una manera de anticipar el brindis por lo que podría ser la “fase de estabilización” de la curva… aunque me parece que el pie de foto se parece más bien a “mira, de verdad, ya no puedo más”.
Después de escribir ayer sobre las reacciones de las niñas y los niños ante estos casi 20 días de confinamiento, recibí un mensaje de mi hermano en el que me sugería que escribiera también sobre los animales de compañía, encerrados junto a las personas en pisos y casas, sin poder razonar con ellos sobre por qué hacemos esto. Para los animales, un factor de calidad de vida son los metros cuadrados y, en la ciudad, estos no son suficientes. A veces, tampoco en el campo.
Mi hermano vive, junto a su familia y una border collie llamada Kira, en un pueblo de la Comunidad de Madrid. “Hay que tener en cuenta que de un día para otro se le ha cambiado sus costumbres y no entiende los motivos”, me escribe mi hermano, acompañando una foto, que publico también aquí, de Kira mirando por la ventana, como hacemos todos nosotros estos días. El border collie es una raza de perro particularmente activa, lleno de energía y atlética. Les encanta correr y brincar. Mi hermano vive en una casa con una pequeña parcela alrededor, lo cual podría servir de desahogo a Kira si no fuera por dos cosas: la lluvia, que ha llegado a ser incluso nieve en estos días; y algo peor: la procesionaria, esas orugas peludas y tóxicas que crean sus nidos en los pinos y en los meses de abril bajan al suelo para darse garbeos, caminando enganchadas como si formaran vagones de tren. Adivinad qué le gusta comerse a Kira cuando la dejan suelta por el jardín.