Y vosotras, ¿cuántos mamá/hora aguantáis? ¿Y vosotros? Yo, cada día menos. Voy perdiendo energía, como un coche viejo. Los tres primeros días de confinamiento han sido muy poco productivos, plagados de distracciones, tanto para mi trabajo como para las Matemáticas de Eleonor, que siguen estancadas en los mismos polígonos que antes de ayer. Afortunadamente, llega el fin de semana y no cambiará el escenario pero podremos entregarnos al ocio sin remordimientos.
Ayer lo dejamos en que tenía que ir al médico. Alguien me había dicho que estaban llamando de los centros de salud para cancelar las citas, así que pasé la tarde nerviosa, ensayando en mi cabeza cómo explicar a la persona que me llamara que necesitaba ver a mi médico sí o sí. No me llamó nadie. Llegué al centro de salud y, por un momento, me asusté al ver la chapa bajada. Al acercarme, me di cuenta de que habían cerrado las puertas de doble hoja que se empujan con las manos, para habilitar como única salida y entrada las automáticas. Se abrieron a mi paso y, antes de llegar a la zona de consultas, me detuvo un simpático auxiliar protegido con mascarilla y guantes. Destaco que era simpático porque mi centro de salud es conocido por el carácter agrio de sus auxiliares, lo que me hizo pensar que lo acababan de contratar o de traer de otro lado. Le habían puesto un despachito en el pasillo y detenía a todo el que pasaba por allí. Me preguntó mi nombre y el de mi doctor y comprobó que aparecía en la lista. Pensé, fugazmente, en una discoteca en la que en una ocasión no me dejaron entrar. Tachó mi nombre con un marcador y me preguntó qué me pasaba. Como lo tenía ensayado, le solté del tirón lo del colon irritable, lo del abdomen, lo del costado y lo de otras cosas que no comentaré aquí por ahorraros la molestia. “Vale, vale, ¿pero tose o tiene fiebre?”, me interrumpió. “¡No, hombre no! Si lo mío es intestinal”. “Pues pa’ dentro”, me dice, con un salero jamás visto en ese ambulatorio.