Diario del coronavirus (44): ¿Cuándo abrirán los escape rooms?

Decíamos ayer que el barrio en el que vivo, Prosperidad, en Madrid, tiene unas fuertes raíces populares, un nervio activista y algún ramalazo gentrificador que el resto del árbol combate como puede. Uno de los indicios que nos hicieron saltar las alarmas fue la aparición de un escape room, una extravagancia incomprensible que los vecinos más rancios miramos con la misma incredulidad que hace tres años la tienda de cupcakes. Hoy he pasado por delante de él de camino al supermercado y me he quedado mirándolo asombrada, pues siempre olvido que existe, con su decoración egipcia y su misteriosa parquedad informativa.

Como todos sabéis, las fases de la desescalada son tan complicadas de desentrañar que, después de haberlas estudiado largo rato, he sido incapaz de utilizar esta información para dar a mi hija Eleonor respuestas a toda sus preguntas: ¿cuándo puedo ir a ver a los abuelos?, ¿cuándo podemos ir a la piscina?, ¿cuándo iremos a La Coruña?, ¿a cuánta gente puedo invitar en mi cumpleaños? Mi respuesta final ha sido “ya lo iremos viendo”, que es exactamente lo mismo que le decía antes de que se dieran los detalles del desentumecimiento social. Y ahora yo sola, delante de ese enterramiento faraónico de barrio, me preguntaba ¿cuándo abrirán los escape rooms? Ni idea. Pero la pregunta interesante es: ¿no hemos tenido suficiente experiencia escape room después de dos meses sin poder escapar de casa, a veces incluso sin poder salir de una habitación?

Hoy he ido a un súper grande con la esperanza de encontrar harina (gran éxito) y canela en rama (estrepitoso fracaso). Con su habitual capacidad de reacción inmediata hacia la caprichosa demanda del mercado, habían creado un rincón “especial repostería” con sacos de harina de cinco kilos y cuatro tipos diferentes de levadura. Estos supermercados venden alguna otra cosa además de la alimentación y la droguería, como por ejemplo algo de papelería, textil, plantas, sartenes y maquillaje. En algunos pasillos, por tanto, habían colocado unos carteles que indicaban que según real decreto no se podían vender los productos de esa zona. El problema es que las señales están puestas, aquí y allá, sin ninguna otra delimitación, por lo que es bastante imposible saber si las gomas para el pelo o los ambientadores de coche se pueden o no echar al carro. En un mismo pasillo había una zona prohibida, una permitida y de nuevo otra prohibida. De hecho, nada impide coger esos productos, pero al llegar a la caja no te los cobran y los tienes que dejar ahí mismo. No tiene mucho sentido y provoca que algunos clientes con los nervios a flor de piel se enfaden y discutan con los dependientes, como he visto hoy, cuando una señora indignada porque quería comprarle unas zapatilla de estar en casa a su hijo recibió informaciones contradictorias de dos empleados sobre si podía o no comprarlas. La verdad es que en un estado de alarma en el que te pasas el día en casa, quizás el niño había destrozado las pantuflas. Y este follón sucedía delante del propio niño y de un panel de pantuflas de todo tipo, tallas y colores, al alcance de la mano. La mujer alargó la mano y en ese momento me pareció que iba a agarrar las primeras zapatillas que pillara, pero realmente lo que hizo fue coger la mano del niño, darse la vuelta con cierto aire dramático e irse de allí pegando zancadas, exclamando: “¡siempre que vengo aquí acabo enfadada!”.

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