Diario del coronavirus (57): No hay que hacer caso a las mareas negras

Noto que los aplausos son más débiles cada día, sobre todo los de lluvia, y de esos ha habido unos cuantos en la última semana. A veces da pereza, yo eso lo entiendo, sobre todo si te pilla haciendo algo que reconforta tu interior: como ver una película, acurrucada en el sofá, debajo de una manta. Por ejemplo, a Eleonor todos los días, casi sin excepción, la hora de los aplausos le pilla jugando a Minecraft online con su primo, que tiene su misma edad, es hijo único y vive a las afueras de Madrid. En un par de ocasiones, su primo le dijo, realmente emocionado, que jugar a Minecraft con ella por la tarde era muy importante para él, que se pasaba el día esperándolo. A Eleonor no se le olvida que, el fin de semana que se decretó el estado de alarma, habían quedado en que ella pasaría la noche en su casa, tras la celebración de un cumpleaños familiar. Se imaginaban un fin de semana entero jugando juntos a Minecraft codo con codo. Nada de eso sucedió y ahora he perdido la cuenta de cuántos cumpleaños tendremos que celebrar de golpe, incluido el mío; son tantos que no nos sirve la fase 1 porque nos juntaremos más de diez personas, eso seguro.

Dan las ocho y nos llega el ruido de las palmadas desde la calle, como si fuera la tormenta arreciando. Eleonor no se entera porque tiene los cascos puestos. Somos nosotros los que le pedimos que se los quite y nos acompañe al balcón. Algunas veces se levanta de mala gana y sale sin quitarse los cascos, da tres o cuatro palmadas mientras le cuenta alguna cosa al primo, que sigue dentro de la partida, picando una mina. Otras veces sí se los quita y participa con ganas, aunque nunca se queda hasta que el aplauso muere. Cuando ve que ha cumplido, sale escopetada y vuelve a meterse en el mundo que sea que estén construyendo ese día.

Mi hija me confesó que se aburría de aplaudir. Le contesté que lo entendía pero que, por otro lado, era importante: un solo minuto, una vez al día, tampoco era tanto pedir. Dijo que vale. Mientras hacemos ruido con las manos, me voy fijando en los vecinos de mi pasaje peatonal y me doy cuenta de que solo quedamos algunos, los más obcecados. Hay una vecina en un bajo que solo puede asomar las manos pero cada vez que la veo salir de su casa, para pasear un perro, la saludo desde el balcón. Hay una familia de tres más al fondo que, entiendo que para hacer bulto, sale cada uno por una ventana: les gusta Kiko Veneno y se lo han pedido más de una vez a nuestras djs. En mi bloque, hay una pareja en el cuarto, a los que no puedo ver pero oigo; el otro día hicieron descender una bolsa atada a una cuerda para pasárselo a las vecinas: eran unas pilas para el altavoz, que siempre se les queda sin batería a mitad de la fiesta. En el bajo, todas las tardes se abre la ventana de mi vecina más longeva, a la que arropan con una manta para que no le pille la corriente; hace años que no sale de casa. En la terraza grande del pasaje contiguo hay una niña que cuando se despide con un “adiós”, me da la sensación de que lo dice con pena, como si hubiera esperado mucho más de lo que le ha dado el día. En el portal de al lado, están las dj. Sin ellas, esto habría decaído hace mucho tiempo. No solo ponen música y responden a las peticiones de los pasajes, sino que jalean, aullan, silban y nos cuentan cosas. A veces hasta nos cantan cosas. Una de ellas, Eva, los sábados agarra el megáfono y canta. Su voz revive los aplausos y nos recuerda que no solo reconocemos con ellos el papel de la sanidad pública, sino que también reconocemos y alentamos en ellos lo que nos une como comunidad.

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