Diario del coronavirus (74): Un hospital para cada historia

La Comunidad de Madrid nos ha regalado a todos una segunda mascarilla. La diferencia con la anterior es que esta es de mejor calidad que la primera que recibimos y algo más llamativo: no viene envuelta en un sobre rojo con la bandera de la comunidad autónoma acompañada de un hashtag. Seguro que no es la intención de los gobernantes pero daría la impresión de que hay una relación inversamente proporcional entre el marketing y la seguridad. No quiero ser mala, solo digo que podría dar esa impresión. Pensaba retirarla y donarla, como hice con la anterior, pero en esta ocasión la necesitaba para ir al hospital con mayor tranquilidad. Como ya somos todos y todas expertas todos en este tema, puedo aclarar que se trata de la KN95, que son FFP2 o, como las denomina Eleonor: mascarillas de pato. Cuando la abrí, Eleonor sufrió un ataque de risa porque solo había visto mascarillas de pato en las caras de otras personas, nunca en la mía. “¡Te han dado la de pato!”, decía señalándome, sin poder para de reír. Y añadió: “¡Ayuso te ha dado de pato!”. Aunque intenté aclararle que estas filtran mejor que las higiénicas o las quirúrgicas, ella no escuchaba, solo decía: “¡¡de pato!!”.

Como tantas otras cosas, toda mi explicación sobre el tema de las mascarillas se fue al garete cuando llegó el miedo. Le había dicho a Eleonor que nos basta con nuestras mascarillas de tela porque no tratamos con enfermos de coronavirus y estamos sanas, al menos en apariencia. Pero, cuando me dieron cita para ir a hacer una prueba médica que requería sedación y pasar un par de horas en el hospital, pensé que podría ser más oportuno llevar la del pato. Antes de hacerme la prueba me hicieron varias preguntas sobre la COVID-19: si me habían hecho una PCR (me hubiera encantado decir que sí para hablarle del colodrillo, pero la verdad es que no), si había tenido síntomas (tampoco) o si había estado en contacto con algún enfermo (no). Satisfecha con mis respuestas, la enfermera me tomó la temperatura y, habiendo pasado el examen con éxito, me puse la bata, las calzas y el gorillo y me alegré de que no hubiera ningún espejo cerca.

Yo estaba muy nerviosa y la delicadeza y el buen humor con el que me trataron los sanitarios del hospital de La Princesa fue tan maravilloso que pensé que no les estaba aplaudiendo lo suficiente. El enfermero que me colocó la vía por la que estaba a punto de entrar el sedante, me preguntó: “¿traes pensado algo bonito para soñar?”.

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