Allá donde voy (una clínica dermatológica, un bar, una tienda de cómics) pregunto a los empleados qué han hecho en los últimos tres meses. Y a la vuelta de cada historia siempre aparecía el mismo personaje: el ERTE. Una peluquera me lo explicó de tal manera que parecía su compañero de piso: “mi chico, yo y el ERTE”. Entendí que ahí estaban los tres, confinados. Podrían haber sido cuatro, pero al chico lo teletrabajaron. Me contaba su novia, mientras nos veíamos reflejadas en el espejo, que ya no quería volver a la oficina, que estaba feliz en su casa. Sus jefes, al aparecer, habían medido la productividad de los empleados a distancia (él trabaja en el sector financiero) y habían descubierto que esta había mejorado en estos dos meses. Lo que ellos no saben pero yo sí (no sabía la chica a quién estaba haciendo confidencias) es que el novio trabajaba lo suyo superrápido para sacar más tiempo libre para los videojuegos. La conclusión es que todos estaban más felices: los jefes por el excelente rendimiento, el chaval con el tiempo en transporte que se ahorraba, que directamente se invertía en la consola, y ella, que de no verse apenas, ahora se tenían más a mano. La conversación terminó con un deseo, por parte de ella, de que en un futuro próximo se instaurara el teletrabajo de manera regular y no extraordinaria. por mi parte, le recordé que el empresario se está ahorrando unas gastos considerables que ellos están aportando: ¿quién paga la electricidad, la conexión a internet, el gas, la calefacción, el desgaste de la vivienda? Exceptuando el wifi (al parecer el chico comía un considerable ancho de banda) todo lo demás no le importaba ponerlo de su bolsillo (me dio a entender con un gesto) para que su chico siguiera trabajando en pijama. Dije que la entendía. Cuando acaben las prevenciones y finalice esta etapa de teletrabajo, tendré que volver a la oficina en un pueblo de Madrid y meterle dos horas diarias al metro. Ahora mismo, se me hace la cosa más absurda del mundo.
Desde que quité la alarma de los despertadores al principio del confinamiento, no la he vuelto a poner, a excepción de un día que me tuve que pegar un madrugón. Descubrí que el cuerpo se levantaba él solito cuando tocaba, sin hacer alardes, y pude prescindir del café de la mañana (al que mi cuerpo reaccionaba con violencia) para reanimarme. He pasado sentada delante del ordenador muchas más horas de las que me gustaría pero no me ha quedado otro remedio, peor hubiera sido no tener trabajo. En la gestión de los espacios he de decir que mis jornadas laborales han provocado que monopolizara el uso del estudio común, el cuarto en el que tenemos el mejor ordenador de la casa, así como nuestros libros y otros cachivaches. Cuando Alberto tenía que hacer algo, prácticamente me lo pedía con un hilito de voz: “¿podría usar el ordenador…?”. Yo me levantaba y le dejaba el asiento abombado y caliente, así como mis cuadernos desperdigados por la mesa. A vece no había terminado, así que me cogía el portátil (que va regular, pero tira) y me sentaba en el balcón a escribir estas páginas del diario. Me parece que se notan las historias que están escritas ahí afuera: tiene aire, están manchadas de la vida que pasa, respiran mejor. Las de adentro creo que se reconcomen a sí mismas, que giran sobre una misma idea, que unos días languidecen y otros se llenan de rabia. El otro día Alberto me preguntó: “¿a qué hora vas a salir de tu jaula?”, que me parece que es una expresión lo suficientemente explícita.
Ayer salí de mi jaula un rato a las siete para darle un regalo de cumpleaños a A. en nombre del grupo Acción Mojitos. A las que no pudieron venir las llamamos por videoconferencia desde la terraza de un bar. A M. la pillamos en el metro de vuelta a casa desde su trabajo. A M., en una larguísima jornada de teletrabajo desde su cama y medio en pijama, me pareció, un poco como el novio de la peluquera. Todas las del grupo estaban agotadas por el trabajo o dedicadas al cuidado de sus hijos (y, en cierta manera, también agotadas). Mientras tomábamos una caña, apareció J., un amigo de A., con un ramo de flores. J. nos contó una de estas historias maravillosas de convivencia a la fuerza por culpa del coronavirus: su pareja, que vive en otro país, tuvo que alargar lo que era una visita de unos días a varias semanas, hasta que le permitieron volver. El piso de J. es minúsculo. “Es una de esas situaciones en las que o te va fenomenal o el otro vuelve a su país en un ataúd”, dijo, con una elocuente dosis de humor negro. Poco se ha hablado de cómo afecta el confinamiento al amor. Estoy deseando ver las cifras de divorcios el año que viene. Mi amiga R. lo ha definido muy bien “qué gana de vernos un poco menos”. No es de extrañar que haya quien celebre la vuelta a la oficina como un espacio de distanciamiento ya no personal o social, sino mental. Colocar el cerebro en otro lugar, durante unas horas, aunque sea en un trabajo explotador, no suena tan mal.