Regresarán a nuestra memoria recuerdos idiotas del año 2020. Lo más importante lo recordaremos como si lo hubiéramos estudiado, con la seriedad de los grandes acontecimientos, pero no serán esos los recuerdos que nos aviven el pasado de manera inesperada. Serán las bobadas, las tonterías, los objetos sin importancia aparente y las palabras que no pretendían ser solemnes. Estoy segura de que, al menos a mí, me pasará así, porque conozco mi cabeza y siempre juega conmigo de la misma manera. Por ejemplo, recuerdo con precisión la intensidad exacta de la luz que entraba por la ventana de mi habitación en la mañana del 11 de marzo de hace 16 años, mientras escribía en mi blog, pero no sabría decir, en este momento, cuántas personas murieron en el atentado terrorista de los trenes de cercanías de Madrid.
Hay veces que, cuando la luz entra por esta ventana, que no es aquella ventana, con exactamente la misma cantidad de brillo, y se posa sobre esta mesa, que sí es la misma mesa, el instante funciona como disparador y puedo evocar, con bastante facilidad, algunos de los sentimientos, conversaciones y acciones de esos días. Me pregunto cuál será el gatillo de la memoria que actúe mejor en el futuro. Podrían ser algunas manchas blancas sobre mi ropa negra, pequeños lunares de salpicaduras producto del uso intensivo de la lejía para desinfectar la casa. O quizás algún día, ordenando los papeles de cuando Eleonor era pequeña, encuentre sus dibujos de este año, que por suerte la nostalgia me impidió tirar, y vea el tren que pintó sin causa aparente, aunque en verdad acabábamos de darnos cuenta de que los viajes que teníamos planeados para la primavera de ese año no podrían realizarse. O lo mismo, entre ellos, encuentro su trabajo para la asignatura de inglés en el que tenía que hacer una redacción sobre cómo era alguien que conociese en el pasado y en el presente; lo hizo sobre mí y escribió que actualmente soy “very hygienist” pero, ¿cómo no serlo cuando combates la guerra mundial z contra un virus?
Estoy segura de que se destaparán los recuerdos cuando, al fondo de un cajón, encontremos las mascarillas de tela que compramos ese año, descoloridas de tanto lavarlas a 60º. Probablemente recuerde algunas de las palabras que me dijo Lissa, la modista a las que le compré las primeras, aunque quizá se me olvide su nombre pero no el chaleco verde que llevaba y cómo se colocó la cinta métrica encima de él para que le hiciera una foto porque “las costureras siempre llevan el metro al cuello”, me dijo. Cuando, en el futuro, vea un ejemplar de la revista Rockdelux, que tanto leí y en la que yo también escribí, seguro recordaré que su último número salió durante la cuarentena, que ahí se acabó una era; quizás recuerde en qué quiosco lo compré y cómo, detrás de mí, había otra mujer de mi edad que me preguntó de dónde lo había cogido, para llevarse también ella uno. Puede que cuando vea un libro de Manolito Gafotas en una librería recuerde las horas tardías —porque habíamos dejado de madrugar— en las que me permitía leerle a Eleonor algunas páginas, debido a que un lector de este diario se lo recomendó, y acertó de pleno. Supongo que sucederá lo mismo con algunas canciones, que se quedarán pegajosamente adheridas a este momento histórico, como Los términos de mi rendición, de Bunbury, a quien entrevisté durante el confinamiento y, unos días después, mi cuñado me regaló el disco por mi cumpleaños. Cuando pase los dedos por mis discos buscando qué poner y reconozca el lomo de Posible (quizá lo extraiga y lo ponga), recordaré que cumplí 45 años durante la cuarentena y que escribí todos los días aquí, “con el desorden de la urgencia”, como canta Enrique Bunbury en esa canción.
Esta es una serie de diarios personales publicada en eldiario.es durante el estado de alarma debido a la pandemia por coronavirus. Puedes leerlos todos aquí.