Me bastó una única pregunta sobre el precio anterior de las mascarillas para quitar el tapón de contención de la farmacéutica y que toda su frustración se desbordara, convirtiendo su establecimiento en una piscina en la que la otra clienta y yo nos manteníamos a flote, procurando concentrar en nuestros ojos toda la empatía y comprensión que una cara enmascarada puede permitir.
La otra farmacéutica escuchaba con paciencia mis experiencias excesivamente detalladas con los diferentes productos sobre la dermatitis atópica que ella me ofrecía, cuando otra mujer entró en el local y, de la rebotica, apareció una segunda empleada de bata blanca para atenderla. La clienta le preguntó si tenían guantes. La farmacéutica giró un poco el cuello hacia un lado, abrió los ojos, apretó los labios y movió la cabeza de un lado a otro. Por si quedaban dudas, añadió que no. “¡Pero si ayer teníais, que me lo han dicho!”, protestó la mujer. “Eso es verdad, pero hoy ya no quedan”, dijo la farmacéutica devolviendo el cuello a una posición más erguida, pero con cierta resistencia, recordándome a esos trípodes articulados que se agarran a las cosas con abrazos mecánicos. Cada vez que mi farmacéutica se daba la vuelta para buscarme una nueva crema que no hubiera probado, yo aprovechaba para mirar a su compañera y la sentía así, agarrotada, adoptando posturas rígidas (había puesto los brazos en jarras) y abriendo y cerrando mucho los ojos. “He conseguido un proveedor para los guantes, pero llegarán dentro de un mes”, le añadió. “¿Y mascarillas?”, preguntó la clienta, sin ningún tipo de esperanzas. “Mascarillas tenemos pero…” y la farmacéutica se dio la vuelta para adentrarse por la misma puerta por la que había aparecido, dejándonos en un cliffhanger monumental. No podía imaginar cuál sería el problema. Mientras yo fingía leer los componentes de la leche corporal que, no es que no los entienda (no los entiendo) es que el tamaño de las letras las hacían aparecer ante mí como una caravana de hormigas, noté que a la clienta le subía la emoción por los pies. Ella y yo nos habíamos colocado incluso aún más lejos de lo que indicaba la barrera protectora y las marcas en el suelo; era nuestra manera de ser amables pero también de redoblar la apuesta, en plan: “veo tu metro y medio de seguridad y lo doblo”. No obstante, noté que ella quería recortar la distancia porque la farmacéutica se había evaporado dejando el pero en el aire y su cuerpo le pedía ir detrás de ella. Cuando reapareció, lo hizo con un sobre de plástico transparente con una mascarilla quirúrgica dentro. Era la primera vez que veía una de esas a la venta y no pude reprimir un “¡oh!” de admiración, una paletada que nadie escuchó porque quedó ahogada dentro de mi propia mascarilla. “Pero cuesta 2,40 euros cada una”, remató la farmacéutica. “Vale, dame dos”, le contestó la clienta. Y ahí fue cuando intervine yo, preguntando cuánto costaban “antes de la crisis”. No sé por qué mi cabeza escogió esas palabras, creo que fue alguna inercia antigua de todos aquellos años que pasamos hablando y recordando cómo era la vida antes de la crisis. “Antes vendíamos el pack de tres por unos seis euros”, me contestó. Lo cual me pareció, la verdad, igualmente caro para unas mascarillas de un solo uso. Estaba a punto de contestarle eso cuando sentí que se había abierto el grifo y que la inundación estaba por venir. Primero nos dijo que ellas, las farmacéuticas, tenían que comprar sus propias mascarillas, comprar guantes, comprar gel hidroalcohólico para ponerlo a disposición de los clientes que entraban y desinfectantes para limpiar constantemente el mostrador. “Y estas mamparas”, nos informó, señalando las estructuras de metacrilato que nos dividían, “también las hemos comprado nosotras”. La otra clienta y yo no podíamos más que incorporar algún gruñido de asentimiento, de confirmación de que seguíamos allí con ella, mientras el agua nos iba ya llegando por la cintura. Pero no pensábamos movernos.
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