Madrigosto. Dícese de la vivencia a resultas de pasar el mes de agosto en Madrid.
Qué quieres que te diga, a mí me gusta pasar agosto en Madrid.
El problema es que no soy la única y eso produce un madrigosto cada vez más descafeinado. Se ha convertido en tópico de las conversaciones ligeras de este mes el señalar que «agosto ya no es lo que era» a pesar de que «se va bastante gente fuera». Los mayores recuerdan que «en el agosto de antes» todas las tiendas cerraban por vacaciones y en las calles no se veía un alma. Los pocos que quedaban eso sí, eso sí, tomaban al asalto las terracitas de verano durante la noche. (Ese es mi recuerdo mítico de Madrid en los 80: terrazas en la Castellana, camisas blancas, nombres de bares escritos con neon, altavoces en la acera por los que se oye música rock).
Agosto ya no es lo que era. Desde que no se puede fumar en los bares, las terracitas nocturnas de verano están puestas todo el año a cualquier hora y son, de tamaño, tres o cuatro veces más grandes que el interior del bar.
Pero el madrigosto es más que calles desiertas, ocio nocturno de los Rodríguez (¿la familia?, en la playa), universitarios a los que les han quedado varias y sitio libre para aparcar incluso los domingos por la noche. El madrigosto es el mes de la obra. De LA OBRA, como la llamábamos en 1993.
En el edificio de mi oficina hay un piso que han vaciado por completo, desgarrando suelo y paredes, para acometer una reforma integral. Asimismo, el portal y la escalera van a ser remodelados de arriba a abajo. Para colmo, la acera está levantada desde hace dos semanas, la canalización abierta y las zanjas, aparentemente, abandonadas. En mi casa, el piso inmediatamente superior al mío también está en plena reforma, enfangado en ese tipo de obra que tira abajo todos los tabiques, levanta el suelo, quita ventanas viejas y pone nuevas, abre rozas, cierra rozas, etc.
El martillo percutor es el amigo fiel, el garrote vil, del madrigosto. No hay madrigosto sin martillo percutor.
Voy a decir algo muy cursi. La felicidad es, quizá, bajar en moto/bici por el carril central de la Castellana a las 9 de la mañana de un día laborable del madrigosto y mojarse con el riego automático que se ha activado, por sorpresa, justo en ese instante.