Todos los veranos se enamora de alguien. El otro día hablamos por WhatsApp y le pregunté si este también. «Este —me dijo— no sucede». Claro, no es que ella se lo proponga, o lo busque, es que la cosa le sobreviene como un infarto. En el verano de 2016, de visita en el pueblo de sus abuelos, después de cruzarse en varios paseos con otra chica que también hacía caminatas solitarias, acabó por pararla y preguntarle si quería tomar un helado. La chica dijo que sí y después de lamer el helado siguieron con todo lo demás.
Espero que no le importe que cuente esto, en cualquier caso no voy a revelar su nombre, pero a mi amiga no le duran los ligues más allá del 15 de septiembre. Pierde la ilusión, no sabe continuar, todo lo que le alegra de la otra persona, le parece triste en el otoño de su romance. En el verano de 2019, compartió el último trozo de tiramisú que les quedaba en una cafetería con un dandy británico que había dejado un libro de Oscar Wilde con ilustraciones de Aubrey Beardsley junto a su taza de café. Esa misma tarde, caminaron juntos hasta la playa y se arrimaron mucho el uno al otro para observar con detalle cada dibujo de Beardsley, besándose a los pies de la falda con plumas de pavo real que vestía Salomé.
Su amor del año pasado la invitó a reencontrarse en Londres para ver allí la exposición que la Tate está dedicando a este artista decadente. Ella estuvo a punto de decir que sí, pero la idea de quedarse dos semanas en cuarentena la desanimó. Se dijo a sí misma que era mejor no revivir historias del pasado.
Esto es solo el principio. Sigue leyendo haciendo clic en este enlace. Este artículo pertenece a la serie El verano del coronavirus, publicada en eldiario.es
Todas las ilustraciones de la serie han sido realizadas por Isa Ibaibarriaga.
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