En 2011 entrevisté a Íñigo Errejón para la revista Madriz con el objetivo de que me ayudara a comprender las implicaciones políticas del 15M de cara a las Elecciones Generales. Qué oportuno revisar esta entrevista para ver cómo los acontecimientos nos sobrepasaron a todos, cuatro años después. Incluso al propio Errejón, cuya predicción más optimista era que la traducción política del 15M tomaría forma de «cuña outsider» o «desde grados mayores de exterioridad al régimen». Para él, lo esencial, dice al final de la entrevista, es «si la indignación pasa a nombrarse como sujeto que aspira al poder en representación de la sociedad o se contenta con ser un lobby que presione a quienes toman las decisiones».
¿Influirán los movimientos sociales en las próximas elecciones generales?
No sé si “los movimientos sociales”, que es una etiqueta casi siempre grandilocuente. Pero sí el 15-M. No tanto en los resultados electorales como en el significado político de las elecciones, el clima en el que se celebren y la lectura que pueda hacer cada fuerza política de sus votos y escaños.
Casi con toda seguridad, el 20N se celebrará en medio de una creciente impugnación de las élites políticas, percibidas cada vez por más ciudadanos como una “casta” que por encima de sus diferencias comparte unos intereses comunes que le alejan e la ciudadanía y le acercan peligrosamente a los poderes privados de los grupos privilegiados.
El 15M ha explicitado, politizado y agrandado la brecha de legitimidad entre representantes y representados, cuestionando que los grupos dirigentes conduzcan los asuntos públicos encarnando algo parecido al “interés general”, sino al interés particular de los que más tienen.
Es la agrupación simbólica de las élites la que permite hablar de “régimen”, y disminuye la efectividad de una de las funciones de las elecciones: la integración y representación del descontento, oxigenando la legitimidad sistémica con el recambio de gobierno.
Es probable que las elecciones deparen un escenario paradójico: de la mayor fuerza institucional de la derecha en 30 años de monarquía parlamentaria, al mismo tiempo que de crecimiento y fortalecimiento de la oposición que no sólo es “social”, sino nítidamente “política”, aún sin representación institucional directa. El PP, aunque no lo nombre, sabe que tiene este problema desde el día 0 sobre su mesa de gobierno.
El PSOE deberá tomar nota de las causas de su histórica derrota, que creo debería leer como una sanción por incumplir el contrato electoral desarrollando medidas que no llevaba en su programa y a las que una parte sustancial de sus votantes se opone.
En todo caso, el número de quienes voten por los dos grandes partidos, coincidentes a grandes rasgos en su propuesta de salida de la crisis descargando sus costes sobre las clases subalternas, superará en mucho a la capacidad de convocatoria que de momento tiene el 15M, así como al de los partidos minoritarios o con propuestas rupturistas frente a la crisis y su gestión política. Hay que retener este dato en la cabeza para contextualizar la incipiente pero pequeña crisis de legitimidad del sistema político: las élites, aunque desprestigiadas, aún retienen una considerble capacidad de convencer.
¿Qué cambios se ven necesarios en el sistema político para hacerlo más representativo?, (¿cuáles de ellos están en un proceso de abierto?, ¿cuáles son realistas?, ¿cuáles se plantean a largo plazo?, ¿cuáles no ocurrirán probablemente?
Es cierto que el sistema electoral sobrerrepresenta a los dos grandes partidos, y está diseñado para premiar a las provincias de voto tradicionalmente más conservador y restar peso a aquellas de voto históricamente más progresista. Pareciera que los artífices del actual sistema electoral lo hubiesen diseñado con la mente puesta en los mapas electorales de 1931 y 1936, para evitar victorias de las izquierdas como entonces.
No obstante el sistema político hasta ahora ha sido más o menos representativo de una sociedad civil que ha delegado la política en su gestión técnica por parte de profesionales estrechamente vinculado al capital financiero y los bancos. Es cuando entre los representados surgen quejas o demandas profundas cuando se revela que los representantes no obedecen a quienes son los titulares formales de la soberanía, sino a los poderes económicos a los que nadie elige, y que exigen recortes a la mayoría de la población de los que ellos se libran.
En ese sentido, todas las medidas destinadas a profundizar el vínculo de la representación, dotando de herramientas al representado para controlar su soberanía delegada, son positivas. Pero sobretodo esta crisis evidencia la necesidad de ampliar el alcance de la soberanía popular: la gran mayoría de los poderes que determinan las reglas y los valores que rigen nuestra convivencia no están sometidos al principio democrático sino al del beneficio privado. Los medios de comunicación, los Bancos Centrales, los sectores estratégicos de la economía, la política exterior o incluso ya los servicios públicos como sanidad o educación, no están bajo control ciudadano sino del 1% que más tiene. Esto limita enormemente el poder del voto.
El problema no es sólo la “democratización” de las instituciones políticamente visibles, sino la de aquellos ámbitos que se pretenden “no políticos” para escapar al control ciudadano y a la soberanía nacional y popular.
¿Es el modelo social madrileño el modelo que desea el PP para el estado español si gana las elecciones?
Sin duda. Y hay que tomárselo en serio en la medida en que en nuestra Comunidad y nuestra Ciudad la derecha no sólo ha ganado elecciones o promulgado leyes, sino que ha operado una auténtica transformación social y cultural, identificando la región con un modelo que prometía ascenso social individual vinculado a la propiedad (fundamentalmente inmobiliaria) y que afirmaba su identidad por agregación en torno al imaginario del emprendedor agresivo y exitoso, que necesita ser “libre” para generar riqueza.
Las dimensiones de la crisis demuestran que ése es un proyecto que pone el conjunto de la metrópolis madrileña, su creatividad, sus bienes comunes y sus ciudadanos, al servicio de una acumulación privada de la que se beneficia en exclusiva un porcentaje nimio de los madrileños, y convierte a la mayoría en extras de una ciudad-región – marca, escasamente atenta a las necesidades sociales de sus habitantes.
Pero sería un error minusvalorar la profundidad del “bloque social” articulado por la derecha ultraliberal madrileña. Este conglomerado ha generado una cultura de ciudad que es hoy sentido común, y resiste por tanto a los embates más bruscos de la crisis. Identificando a los más golpeados por ella con el proyecto histórico de la oligarquía regional.
Madrid vive una importante crisis social, siendo la comunidad que menos invierte en educación y sanidad, ¿porqué en la ciudad en la que estalló el 15M vota al PP casi la mitad de los votantes? (49,19% de los votos en el congreso en marzo 2008, 45,02% marzo 2004). ¿Qué puede cambiar en Madrid una victoria conservadora en las elecciones generales?
Poco. Puede acelerar el proceso de ofensiva contra los derechos laborales (por la que el Gobierno Regional llama “privilegiados” a todos los asalariados que aún pueden hacer huelga sin miedo a ser despedidos de inmediato), contra los servicios públicos y contra el territorio. La ofensiva, en definitiva, por una masiva redistribución de la riqueza a favor de las capas ya privilegiadas.
La cuestión es que estas capas se han presentado exitosamente como dinamizadoras del conjunto social, locomotoras del progreso de la región –en lugar de beneficiarias de los esfuerzos colectivos. Es posible, como ya decía, que la profundidad de la crisis abra algunas grietas en este relato, pero esas grietas por sí mismas nunca tendrán traducción política sin un esfuerzo de largo aliento por romper con la hegemonía de la derecha en la región: su capacidad de articular en torno a su liderazgo un proyecto que encarne las esperanzas de los madrileños, y construya una auténtica forma de “ser madrileñ@”.
Hay que desafiar esta narrativa, que parece apolítica y por ello es tan fuerte a la hora de producir valores que, si bien son de derechas, no son en absoluto “conservadores”: no pretenden conservar nada, no funcionan a la defensiva sino a la ofensiva, disputándole a la izquierda sus significantes tradicionales de “cambio”, “libertad”, “frescura” o “innovación”.
El 15M ha irrumpido cuestionando esto, descolocando el orden del tablero político (en todo el país, pero en Madrid con especial fuerza) y a ello le debe su capacidad de convocatoria y de colocar ideas en la agenda política. Por eso las fuerzas política del establishment han corrido presurosas a etiquetarle ideológicamente de forma que las lealtades ciudadanas vuelvan a decidirse en los parámetros anteriores. En esto han contado con la complicidad involuntaria de algunos grupos de izquierda, en búsqueda de una pureza que ya no volverá. Por el contrario, la potencia del 15M radica en extender ideas antes “radicales” e instalarlas como cuestiones “de sentido común” al margen de las adscripciones ideológicas previas.
Precisamente la desarticulación del tejido ciudadano y la fragmentación social han hecho posible que en nuestra región haya tanta indignación difusa, disponible para aglutinarse en torno a una impugnación general de las élites político-económicas por contraposición al “pueblo”, que no preexiste sino que se construye como comunidad del 99% que exige la soberanía que le ha expropiado el 1% privilegiado.
Si esta construcción aún no tiene traducción electoral, forma el caldod e cultivo para una ruptura del sistema político, que podrá producirse con una cuña “outsider” en las instituciones o desde grados mayores de exterioridad al régimen. Esto no es en mi opinión lo esencial, sino la discusión sobre el poder político: si la indignación pasa a nombrarse como sujeto que aspira al poder en representación de la sociedad o se contenta con ser un lobby que presione a quienes toman las decisiones.