Intertextualidad entre comensales

El día de hoy ha transcurrido bajo la sombra, arropadora, de Raymond Carver. Arropadora porque basta leer una página de este escritor para influenciarse de él pero inquietante, alargada, porque la escritora, colaboradora y viuda -segunda viuda- del autor, Tess Gallagher, impone una revisitación de sus textos originales.

De eso hemos hablado hoy -y de mil cosas más, claro- en Cultura pero hay interrogantes que se quedan en el aire. Durante el mediodía he estado leyendo Carver y yo, el libro de Tess Gallagher que acaba de llevar a las estanterías de las librerías Bartleby (una editorial que, por cierto, nos ha citado hoy en su web) y he empezado a comprender mejor qué era aquello de la intertextualidad, aludida en los últimos tiempos no como concepto de colaboración sino como coartada para el plagio.

«La literatura no es un circuito cerrado, es un universo de diálogos que se entrecruzan», escribe Gallagher en un texto recogido en este volumen.

La historia que hemos contado hoy tiene que ver con cómo un editor mejoró las brillantes ideas de un escritor al que supo pulir magistralmente; el propio autor admitió la mejoría pero se asustó de las consecuencias de esta simbiosis por miedo al qué dirán.

Carver, desde nuestra perspectiva, parece un escritor que no puede, debe ni quiere quedarse solo. Que necesita de un acompañante para ser mejor, para ser Carver.

La relación autor-editor no es una relación entre iguales. Y por eso Carver se avergonzó y la ocultó. No ocurrió así, en cambio, con el trabajo que desempeñó junto a Gallagher. Una relación amante-amante, escritor-escritor, esposos que conservaban sus casas respectivas para no perder independencia, que escribieron al alimón, que se corrigieron mutuamente, aunque, Tess no lo niega, el principal beneficiado de esta relación fue Carver, al igual que ocurriera en otros casos similares como el de Anaïs NinHenry Miller o Simone de BeavoirJean Paul Sartre.