1991. El día de mi cumpleaños mis amigos me llevan a Paladium con una tarta. En la puerta, enseño con orgullo y vergüenza mi dni. «¡Cumple 16, ya puede pasar!». Mi novio, su hermano y su prima son un avispero de alegría a mi alrededor. El portero está más que acostumbrado. Felicidades, me dice, adelante. Mi entrada es más barata (soy una chica) y además tengo una tarjeta descuento que llevo guardando semanas. Es una tarde de primavera, así que subimos a la terraza y comemos la tarta junto a la piscina, sentados en asientos que se columpian, alrededor de una mesa baja. Los graves de la música me acarician la espalda como una garra que me llama por mi nombre. Cuando se abre la puerta la caricia se vuelve bofetada. Siento ansiedad y nervios; no estoy segura de saber bailar. Mi novio, en cambio, tiene un estilo personal, es ágil y nervioso, conoce coreografías y es capaz de bailarlo todo. Cuando entra a la pista, la gente se hace a un lado poco a poco hasta que se crea un corro a su alrededor.
Pero aún no hemos bajado. Me explican que para beber tengo que sacar un ticket de una máquina. Me acerco a ella y me emborracho al leer los nombres de los combinados escritos en los botones; como tampoco estoy segura de saber beber, elijo un peppermint con vainilla.
Cuando más me gusta bailar es cuando nadie me mira: cuando pierdo a mis amigos al otro lado de la pista, o cuando se quedan en la terraza, en el baño, en el cine o en otra planta. Me gusta que haya un bombo muy fuerte, que se apague la luz, echen el humo y enciendan el estrobo. Solo reconozco los hits, que intercalan con música de baile suave: eurobeat y lo que por ahí llamaban cantaditas; esto es la sesión de tarde (el tardeo, que se diría ahora) y si pinchaban EBM (que en realidad era lo que a mí me gustaba, pero ni sabía nombrarlo ni identificarlo) lo hacían de manera moderada.
Aunque Paladium estaba en Coslada y yo vivía en Canillejas, había que coger el coche. Nos metíamos dentro de las tartanas viejas y pequeñas de los mayores de mi grupo (básicamente, el novio de la prima de mi novio, y su colega) y diez minutos después ya habíamos llegado y aparcado. Para mí, esa era una de las tres cosas que yo consideraba que era «hacer la Ruta del Bakalao». Y es que encima lo llamaba así, para mis adentros.
Aunque Paladium era la discoteca monumental (literalmente: tenía forma de templo griego), en realidad teníamos más cerca un lugar mucho mejor: Kea. Por no sé qué motivo, Kea nos parecía peligrosa, y preferíamos ir a Paladium o Titanic, las cuales nos parecían salas más elegantes y modernas que la de nuestro barrio. O quizá es que, sencillamente, estaba demasiado cerca. Considerábamos que Kea era la primera discoteca de la Ruta a Valencia, Attica la segunda, y luego seguías metiéndote en clubes por toda la carretera hasta llegar a Valencia…, si es que no tenías un accidente de coche entremedias. Pues sí, queridas amigas, en mi supina ignorancia centralista, yo pensaba que lo de la Ruta del Bakalao consistía en ir de Madrid a Valencia. Y lo que me da aún más vergüenza de reconocer, pensaba que la Nacional II acababa en Valencia.
Yo había entrado en la adolescencia mirando de lejos el neón azul y rosa con las letras KEA, al otro lado del puente de la Avenida de América (o Carretera de Aragón, como la llamaban mis padres) y me preguntaba qué cosas fascinantes y tenebrosas pasarían allí. Me costó tanto que me llevaran como que me dejaran ir, pero cuando lo conseguí, aquello me pareció lo más.
La primera vez que entré me tuvo que acompañar mi hermano y su novia para ver un concierto, que nunca tuvo lugar, de Tam Tam Go! En cambio, mientras esperábamos. escuche allí a Depeche Mode por primera vez. O al menos fui consciente de lo que estaba escuchando. No puedo recordar bien si era Personal Jesus o Enjoy the silence (creo que la primera) pero sí que me acuerdo del estremecimiento total y absoluto, agarrada a mi peppermint con vainilla, apoyados junto a una columna, al lado de esa cosa tan bestial que se me metía en la sangre traspasando las capas de mi piel. En ese momento místico no solo descubrí al que sería el grupo más importante de mi vida, sino que también supe que no habría nada en el mundo que me emocionara tanto como escuchar la música a un volumen alto, en un lugar oscuro. «Te grabaré una cinta», me dijo mi cuñada.
Cuando al fin pude ir con mis amigos, me impactó la oscuridad alrededor de la piscina, decorada al estilo ibicenco, y unas telas blancas que ondeaban con el viento de la noche. También las chicas de pelo cardado y ropa mínima y estrecha (me viene un flash de una mujer rubia de pelo rizado, sonriendo, bailando o sirviendo en una barra, con una cazadora corta de látex o cuero; parecía tan feliz, y yo lo fui también mientras la observaba).
Que la Ruta empezaba en Kea (cosa que o bien me inventé yo o lo decíamos en el barrio, no sé), era pues la segunda cosa que yo creía saber en relación a esa marcha nocturna, demonizada y seductora, que todos queríamos emprender. Yo vivía de fantasía: a las once tenía que estar en casa, me daban poco dinero y no sabía mentir. Alguien nos dijo (o escuchamos en la tele, quién sabe) que había discotecas a las que podías ir cuando te levantabas por la mañana. Yo no sabía qué pensar de Valencia: si era el cielo o el infierno.
El caso es que antes de conocer el pop y los grupos más básicos del abecedario musical, me había bailado todo lo que me habían echado. Y eso me avergonzaba. Me arrepentía de haber malgastado la adolescencia bailando, en lugar de haberla pasado encerrada en casa escuchando a los Smiths. Me abochornaba tanto que la primera vez que me preguntaron por mi disco favorito del grupo de Morrissey tuve que mentir porque no los había escuchado jamás. Cuando empecé a hacer amigos a los que les gustaba la música (pijos de Villaviciosa de Odón que estudiaban en el Icade y hacían fanzines, basicamente) me atreví a confesarles, en una ocasión, que lo mejor que me había pasado en mi adolescencia fue pasar horas bailando en la pista de Titanic, en Atocha. «¡Ah, Gitanic, dices!», me contestaron con sorna, queriendo dar a entender que Titanic era una discoteca a la que iban personas gitanas. Me callé.
Ya, ya lo sé. A mí también me dan ganas de cogerme y abofetearme. Pero en fin, es imposible, no puede ser.
Y el tercer acontecimiento que relaciono con la música de baile de la escueta cultura de clubs de mi adolescencia tuvo lugar (o no) en Attica. Uno de nuestros temas de conversación recurrentes los viernes por la tarde, sentados en un banco del parque de Canillejas, era que un día iríamos a Attica, una discoteca que sí que de verdad, decíamos, era de la Ruta del Bakalao (y no como Kea, que solo pretendíamos que lo era para sentirnos mayores). Todo el mundo hablaba de Attica sobre todo los lunes por la mañana. Y luego estaba el tema de la televisión (que tan bien se cuenta en este capítulo del podcast Valencia Destroy) y es que parecía que la música tenía la culpa de todos los accidentes mortales de tráfico que sucedían en la carretera el fin de semana. Me preocupaba ver el Telediario junto a mi madre y que, en una de esas, me prohibiera salir por la noche. Attica estaba solo un poco más allá que Kea en la Nacional II, de hecho, a la altura de Coslada, donde Paladium, pero parecía inalcanzable.
De tanto acariciar el sueño con la yema de los dedos, al fin un día fuimos, vestidos con nuestras mejores galas (mallot de licra negra hiperajustada, pantalón vaquero blanco, zapatones… un horror, la verdad). Y lo cierto es que no puedo recordar qué pasó: si no entramos, si entramos, si nunca fuimos, no lo sé. Tengo un recuerdo del parking, de la puerta, de las paredes del exterior, y de nada más. ¿Me creí que fue verdad de tanto imaginarlo? No lo sé. Durante muchos años, cuando alguien me preguntaba si alguna vez fui a Attica, yo decía que sí, que una vez. Y en cambio, ahora, no puedo recordarlo.
He estado pensando en todas estas cosas a raíz de este artículo sobre la reciente demolición de Attica, donde se entrevista a David El Niño. Y también por este tuit, por el podcast de Eugenio Viñas mencionada más arriba, por la traducción al castellano del libro de Joan Oleaque y por el magnífico libro de Luis Costa, ¡Bacalao! Leyendo esta historia oral pensaba: nací demasiado tarde y en la carretera equivocada.
«Durante un tiempo, es innegable, salimos de fiesta», escribe Kiko Amat en el prólogo [PDF] del libro de Oleaque (el de la movida de Valencia, no el del crimen de Alcàsser). «Pero nunca salimos ‘por salir’”, dice. «No: nuestro desfase era ilustrado, y era militante, y era absoluto. salimos de fiesta para escapar de la normalidad, para apostatar de nuestras obligaciones civiles, para —sin duda— perder la razón mediante insólitas combinaciones narcóticas; pero existía un fin. Celebrábamos algo que tenía que ver con lo efímero, lo audaz y no-normal», sigue Amat. «Salimos de fiesta para, entre otras cosas, cancelar la posibilidad de ser como nuestros padres. Para protestar: contra el televisor encendido, y los padres que nunca se besaban, y los gritos en la mesa, y el miserable dique seco».