Nunca me había interesado, como materia periodística, la migración. Si, en cambio, me venía fijando en las historias de las personas que viajan. Los viajeros me parecen maletas que, cuando aterrizan en un país nuevo, salen por la puerta de algo que declarar. Exportan e importan relatos, unas mercancías extremadamente valiosas, en especial en el país de destino.
Colaboraba como freelance para eldiario.es en la recién creada sección de Sociedad. Un día Juanlu Sánchez me ofrece un viaje pagado por el Parlamento Europeo para asistir, en Bruselas, a un seminario para periodistas sobre las negociaciones para la reforma del Reglamento de Dublín. Dicho así, y sin tener ni idea, esto podría ser cualquier cosa.
Tampoco era ese mi caso. No sabía mucho pero sí lo suficiente para entender que la cosa iba del derecho al asilo. Me daba un poco igual, me habría apuntado a cualquier cosa que implicara un garbeo por las instituciones europeas, era mi primera vez.
También fue la primera vez que me enfrenté a las entrañas políticas del sistema migratorio europeo. No todo era legaleo: también había historias personales. Una portavoz de ECRE leyó una carta desgarradora que les había enviado una mujer desesperada envuelta en mil problemas burocráticos para poder recibir asilo en Europa. Volví a Madrid sabiendo que detrás de los sentimientos de esas maletas no hay azar ni casualidad sino unas ganas muy grandes de hacer las cosas muy difíciles.
Un tiempo después Gumersindo Lafuente me hizo otra invitación: ser la editora de historias (más maletas) de pobreza y desigualdad en América. Aquí no me iban a pillar tan fácilmente, he visto mucho los Electroduendes y yo ya sabía que cuando alguien las pasa muy putas es porque alguien se da la vida padre.
Esas historias las publicaba Univision Noticias con la coordinación y la edición de la Fundación porCausa, en la que empecé pues a trabajar en octubre de 2015. Tres meses después seguí combinando ese trabajo con más tareas en el área de periodismo de la fundación, bajo la dirección de Sindo.
Hace poco tuve la oportunidad de pensar un rato sobre quién y dónde había aprendido yo periodismo. No fue sin duda en la facultad, donde, al sexto año, abandoné enfadada con la universidad y sin título. Fui víctima de los cambios de planes (de estudios, no personales) y de mi incapacidad para aprobar Introducción a la Economía. De aquellos años recuerdo mis poco motivadores (cuando no patéticos) profesores de redacción periodística (José Luis Martínez Albertos, José Julio Perlado…), un fascinante maestro de lengua (Joaquín Garrido Medina), el mejor profesor de Estructura de la Información que se puede tener (Fernando Quirós) y unas apasionantes clases de historia a cargo de profesoras cuyos nombres no recuerdo.
Me viene a la cabeza alguna anécdota, quizás la más potente del rollo epatante, que fue cuando Manuel Campo Vidal nos dijo cuál era el mejor libro para hacer periodismo. Y ahí todos sacando el papel para apuntar. Y Manuel Campo Vidal soltando encima de la mesa el tochazo de la guía teléfonica.
A mí me suspendían dentro de la facultad en las cosas que yo ya hacía fuera de ella, como escribir artículos y hacer radio. (No es que me suspendieran en radio, que a fin de cuentas era solo la mitad de una asignatura durante toda la carrera, sino que no me dieron unas prácticas que pedí después de pasar una noche de prueba en una emisora cuyo nombre tampoco recuerdo, pero que estaba (también) en la Gran Vía). De aquella me aprecía muy injusto y no entendía porqué. Ahora ya lo comprendo: en la carrera no se enseña a hacer periodismo sino que se enseña periodismo. Y el periodismo que al profesor le daba la gana. Y el problema es que yo ya estaba haciendo el periodismo que a mí me daba la gana y pretendía que eso me sirviera para aprobar.
Qué equivocada estaba.
En lugar de haberle dado un portazo a la universidad con frustración y rabia debería haberlo hecho contenta y liberada.
Aprendí a editar textos en aB aunque no recuerdo que fuera una editora muy feroz. Más que nada a encajar en página y, sobre todo, cazar faltas de ortografía. Lo que sí que me sirvió fue leer mucho texto malo y mucho bueno, porque en la revista se combinaban ambas cosas con naturalidad (estaban Eugenia de la Torriente, Xavi Sancho, Lucas Arraut, Silvia Terrón, Aldo Linares -por nombrar solo los cinco primeros nombres que se me han venido a la cabeza- compartiendo página con algunos otros y otras con talento, pero no en la escritura). De la directora aprendí mucho (o al menos todo lo que pude absorber): no tener miedo a experimentar, el ojo para la edición gráfica, acomodar a la gente en su sitio, detectar los talentos de cada uno, mirar a la calle.
Siempre me sentí muy sola con mis textos. Casi nunca me han editado. A veces me han editado mal. Yo he aprendido a editar a otros de manera autodidacta, pensando en lo que hubiera querido para mí. He compartido redacción (oficina) con muy buenos escritores y escritoras pero también he visto que escribir bien no es garantía de editar bien. Es más, he visto algún buen editor con poco talento para la escritura original. O peor: editores incapaces de autoeditarse, aunque esto es bastante común.
Algo que no aprendí nunca es a escribir o editar rápido. Cuando veo a la gente de los periódicos, lo flipo. A pesar de eso, mi mejor auto-escuela fue el periódico diario que hacíamos en el Festival de Benicàssim. Trabajaba con jornadas que se acercaban a las 20 horas y cada año había una noche en la que no dormía: me había comido las horas de sueño editando las últimas páginas y preparando las primeras del día siguiente. (O montándome en la furgoneta del repartido para asegurarme de que se hacía bien el reparto).
Cuando empezaron a llegarme los reportajes para Desigualdad de Univision Noticias yo ya me había hecho mi automaster de autoedición y tenía claro qué quería de un texto y cómo conseguirlo. A pesar de eso, no era sencillo tener que explicarlo a gente que te manda los textos desde Latinoamérica, con españoles diferentes, realidades diferentes y husos horarios diferentes. Cada día yo enseñaba a la par que aprendía, lo cual es la situación perfecta en cualquier trabajo.
También he tenido la oportunidad de editar algunos textos en porCausa, en este caso seguí dando vueltas en esa rueda del aprendizaje: yo recibía conocimientos nuevos y devolvía mi destreza en las viejas herramientas periodísticas. Al respecto de esos conocimientos, de quien más he intentado aprender es de mi compañera Virginia Rodríguez, cuya exactitud, memoria e inteligencia he admirado mucho en este tiempo. Tengo un cerebro muy poco dotado para la retentiva, así que cuando tengo la oportunidad de trabajar junto a una licenciada en derecho y políticas que recuerda todo lo que ha estudiado, así como todos los informes que lee, no puedo más que arrimar mi ascua a ver si se me pega algo, o al menos algo se me queda.
Se lo decía esta semana a un amigo y se reía (¿quizá pensó que no lo decía en serio?), siento que cerebro se ha gastado y ya no retiene más. Como una batería de móvil que ya no pilla carga, como un rollo limpiador de pelos sobre la ropa que ha perdido el pegamento.
También se lo decía, el mismo día, a una chica 20 años menor que yo: también tengo la sensación de que todo se ha vuelto más rígido y seco, como si la vida fuera menos real y se pareciera más a una película que es proyectada delante de mí. Esto es hacerse vieja.
«Escritura es identidad. Identidad es sociedad», escribía mi profesor Garrido(1). «Con la escritura nos constituimos como miembros con identidad en la sociedad a la que pertenecemos. La complejidad de la sociedad es posible porque podemos resumir esas señas de identidad en un documento, porque podemos recordar a los demás qué somos, qué hacemos, qué hemos hecho, en varios géneros textuales, dese el diploma hasta el currículo».
(1) Garrido, J: «Idioma e información. La lengua española de la comunicación». Editorial Síntesis, 1994.