Los coches son asesinos y los peatones, suicidas

Hoy ha sido mi primer día circulando en moto por Madrid. Mi bella Kymko Like 125 negra con destellos azules y yo, con mi enorme casco, mi chaqueta air-bag y mis guantes de orangután.

He aprendido algunas cosas sobre el tráfico de Madrid, siendo la primera y más importante la que titula este post: los coches son asesinos y los peatones son suicidas. A pesar de ser yo, en otros momentos del día, automovilista y peatón, nunca me he visto tan culpable de actos tan arriesgados como les he visto cometer a ellos hoy.

Los coches no consideran que las motos tengan tantos privilegios como el resto de coches, por ello, si un automóvil está asomando el morro desde una calle con ceda el paso, dejará pasar a los coches que vienen pero no a la moto. Por tres veces hoy he tenido que frenar para que no me comieran las fauces de esos enormes bichos de hojalata con cuatro ruedas, radio y calefacción. ¡Cuánto he echado hoy esas tres cosas de menos! Mientras se me congelaban las yemas de los dedos pensaba en nuestro viejo Xantia.

Y luego están los peatones, que opinan de las motos lo mismo que los coches: que se joda el motorista. Y, bajo esa regla, salen inesperadamente entre dos coches por medio de la calzada, se bajan de sus taxis sin mirar y cruzan por lugares por donde yo no veo un paso de cebra.

Todos miran mal a los motoristas salvo los que van en otras motos. A no ser que la otra moto sea más grande o corra más que la tuya, que en mi caso es lo más usual.

El problema más grande con el que me encuentro es el aparcamiento de la moto: no tengo fuerza para subirla al caballete. A pesar de que hoy he aprendido un truco, al llegar a casa he comprobado que el truco sólo funciona en llano. En cuesta, que es donde yo vivo, provoca mis sudores, desesperación y casi, casi, llanto por impotencia. Hoy ha sucedido lo mismo que me ocurría cuando era una conductora inexperta y tras retener el tráfico de una calle estrecha durante diez minutos alguien se ofrecía a aparcar el Ibiza por mí. Ahora, cuando lo recuerdo, pienso que debía estar loca al dejar que un desconocido se pusiera al volante de mi coche para aparcarlo. En aquel entonces la desesperación me hacía confiar en los que me prestaban su ayuda. Esta noche, delante de casa, un vecino desconocido ha pasado delante de mis ridículos esfuerzos por levantar la moto sobre su caballete. El chico llevaba una bolsa de basura. Al rato, ha vuelto sobre sus pasos y, con su mejor sonrisa, ha preguntado ¿quieres que te ayude?

Con mi mejor sonrisa me he levanto la visera del casco y le he contestado: estaría genial.

Otra cosa aprendida hoy: no puedo ir en falda y en moto a la vez. Creo que he cogido todas las posibles infecciones del mundo por culpa del frío. Apenas tengo pantalones y odio los vaqueros, de manera que vislumbro un futuro cercano y continuo de cambios de ropa en el lavabo de la redacción.

Y el firme. ¿Por qué lo llaman firme si parece un camino de cabras? Cuando circulas con el coche por Madrid crees que el suelo es recto y no te importan los agujeros. Con la moto, en cambio, los veo todos muy de cerca y boto de miedo incluso antes de llegar a ellos. Madrid está lleno de hoyos, baches, tremendos agujeros en el asfalto. ¡Es una vergüenza! Hay grava aquí y allá, tierra y pequeños escombros que convierten la conducción es un rally. Es evidente: no es ciudad para motos.

Y luego está la M30, ese anillo de fuego donde hay que correr, ser el más fuerte, el más listo, el más salvaje. Hoy la he cogido por error (la costumbre) y he tenido que evacuarme por la primera salida, con la consecuencia de callejear durante quince minutos más de lo previsto.

Ayer y hoy Madrid anticipa la primavera (mientras en Barcelona nieva como si se adentraran en una nueva glaciación), con un sol maravilloso pero un frío de perros. Tengo las manos cortadas por el frío y los pies entumecidos. Pero eso es justo lo que siempre he deseado.