En los años 21 y 22, en la decadencia pandémica, me empeñé a saltar de las pantallas al papel. Me hacía mucha ilusión tener un libro. Lo consideraba importantísimo. Pensaba que un libro te abría la puerta al salón de los mayores, te proporcionaba un amago de eternidad, te reconfortaba al acariciar una portada de cartón suave con las letras de tu nombre escrito en ellas, que a alguien le importó lo suficiente como para gastar dinero en imprimirlas, que a alguien le interesó lo suficiente como para gastar dinero en comprar el libro y tiempo en leerlo.
Lo que más me chocó de la publicación de La mujer enmascarada fue lo poco que me importó. Por un lado yo quería que me importara pero miraba el libro, lo sostenía en las manos y no sentía nada por él, como un hijo al que no quieres. Fingí, por un momento, que me gustaba. Al poco, pude transformar ese vacío en una apariciencia de normalidad: el desdén de lo cotidiano. Me miré desde fuera y dije: bien, parezco una mujer adulta que no se pone a dar saltos de alegría por una tontería como sacar un libro.
Sentí que me pasaba algo raro cuando veía en otros un nivel de emoción que yo no podía corresponder, salvo con fingimiento. ¡Sí! ¡Cómo mola! ¡Mi segundo libro! Había que sonreír. Sonreía.
No ayudó que, además de que se materializaran una serie de kilos de papel encuadernados, no pasara nada más. Salvo una entrevista en Radio Nacional, la editorial no hizo nada por contribuir a que eso que no era nada, se pareciera a algo.
Hice la entrevista en la radio metida dentro del coche aparcado en un cámping de Huesca, con las ventanillas subidas y mucho calor. Acabábamos de estar en Roma. Al regresar, pasé por la oficina de la editorial y allí firmé ejemplares para los mecenas. Lo hice a contrarreloj, con mala letra y un boli Bic. No lo pensé bien: fui con lentillas y apenas podía enfocar lo que leía. Estuve horas sola en una habitación con un ventilador, mis libros y yo. Les hice fotos y se la mandé a Alberto. Necesitaba de su respuesta entusiasta para surgiera en mí algo de entusiasmo pero él tenía lío, había que preparar las cosas para irnos de cámping y no vio mis mensajes. La editorial me pidió que no publicara fotos. No sabía cómo convertir todo este fastidio en un acontecimiento.
Acaricié las tapas de los libros, para ver si lloraba un poco. No tenía ninguna gana de llorar. Solo quería acabar con esto lo antes posible. Pensé que cuando el libro llegara a las librerías, todo sería diferente.
Pero nunca he visto el libro en una librería.
Este libro debería haber sido, en realidad, mi primer libro. Todo se lió. Conseguir el dinero para la publicación (Libros.com es una editorial de crowdfunding, ellos no pagan la edición sino los mecenas, en mi caso 200 que aportaron 6.145 euros) fue un esfuerzo grande. Pero menos de lo que me costó editar el libro. Pensé que iba a ser algo rápido y sencillo pero cuando empecé a leer el gran documento de texto con todo aquello que yo había escrito durante varios meses para su publicación inmediata en elDiario.es, me vine abajo.
En realidad, no quería publicarlo. Ni tampoco editarlo.
Había firmado un contrato y 200 personas habían puesto 6.145 euros. No había marcha atrás.
Leyéndome a mí misma me sentía como si nadara en un charco de barro. Era incómodo y desgradable. Incumplí todos los plazos, me demoré todo lo que pude.
Quité algún texto que me daba vergüenza. Pulí bastante pero no lo suficiente. La última parte apenas la pude tocar (también es verdad que estaba mejor escrita, con más tiempo). Entregué el manuscrito mirando para otro lado.
Yo pensaba que llegaría a las manos de un editor que se remangaría y quitaría páginas, tacharía párrafos, reescribiría otros. No fue así, me corrigieron algunos errores y me lo devolvieron. Abrí el manuscrito, comencé a leer y encontré mil errores ortotipográficos más y líneas y líneas escritas como si las hubiera redactado la Elena de 5º de EGB.
Volví a reescribir y me dijeron: ya no es el momento de hacer eso. Tenían razón. Debería haberlo hecho al principio, antes de entregar el manuscrito. Ahora ya era demasiado tarde.
Tampoco quiero decir, con todo esto, que la falta de amor por mis libros esté ocasionada únicamente en el hecho de que no estén bien escritos. Es también la decepción. La decepción con el acontecimiento.
Cuando sueñas con algo tanto tiempo e imaginas tantas veces que va a ser algo genial, y luego sucede, nunca la realidad cumple las expectativas. Esto es una obviedad y es así. Además, me ha sucedido con los dos libros.
Me he dado cuenta de que necesitas armar una ficción, construir un decorado alrededor de esos trozos de papel encuadernados para que tengan el sentido que tú le has dado siempre a la expresión sacar un libro. Tienes que verlo en un escaparate, alguien (que no sea tu amigo) tiene que decirte que lo ha leído y le ha parecido esto o lo otro. Tienen que hacerte una entrevista (en un sitio que no sea tu propio periódico). Tienen que invitarte a la Feria del Libro. Tienen que nombrarlo cuando te presentan en una mesa redonda. Tienes que verlo criticado en algún sitio, comentado, mencionado al menos.
Lo jodido es que, cuando me han pasado algunas de estas cosas, tampoco me han importado. ¿Por qué? Me había desencantado tanto previamente que ya me daban igual, le veo las costuras, adivino las tramoyas, sé que en el mercado cultural todo es mentira, postureo, exageración, convenciones, intercambios.
Yo creía en mis libros como si fueran los Reyes magos. Pero me levanté a las dos de la mañana y lo entendí todo.