La semana pasada cogí una bicimad por primera vez. A las ocho de la mañana me registré en la web, pagué el carnet anual (25 euros), hice una carga de saldo (10 euros) y a las 9:15 estaba junto a la estación número 140 de la calle Velázquez haciendo un esfuerzo por figurarme cómo funcionaba aquello sin que se me notara mucho.
No fue hasta el cuarto intento que la máquina me dijo que sí, que efectivamente tenía un abono para retirar. La pantalla me pedía «número de documento». ¿De qué? ¿De identidad, de usuaria? Probé lo segundo y, antes de darle al enter ya me estaba arrepintiendo. Le vi más lógica a que fuera el DNI, aunque no lo especificara. Lo puse. Error. ¿Había que poner la letra? La puse. Error. Estaba a punto de buscar el macanismo para reclamar y aceptar el triste destino de ir en metro a trabajar cuando se me ocurrió poner un cero por delante (mi número de DNI tiene siete cifras). Acierto. Ahí estaba mi tarjeta.
Vale. ¿Y ahora qué? Busqué instrucciones, pero en ningún sitio decía qué había que hacer con la tarjeta. Ni en los menús de la pantalla ni en las pegatinas del totem. Sintiéndome imbécil, me aproximé a las bicis. Había anclajes vacíos en rojo, anclajes con bici en verde y otros con bici pero en rojo. Tampoco por ahí había un dibujito de por dónde pasar o meter la tarjeta. Hasta que ví un hueco, grueso, a la izquierda. No puede ser eso. Sí, era eso. Desenganché con facilidad una bicicleta, busqué la manera de bajar el sillín todo lo posible y, mientras estaba en ello, apareció otro biciloco. Buenos días, le digo, con una sonrisa estupenda. No me contesta y ancla la suya en el puesto de color rodjo del que yo había extraído mi flamante nuevo vehículo prestado. No solo no me devuelve el saludo sino que me mira con seriedad. Pensé que, quizá, este mundillo no es como el de los motoristas por carretera, los campistas o los caminantes de vías forestales, donde uno se saluda sin conocerse porque se siente parte de una comunidad o un club pequeño y diferente. Nada. Me monto. Y ahora qué. Ah, un botón de on/off. Con esto sí estoy familiarizada. Buah, fenomenal. Me pongo en circulación y me paro en el semáforo, en mitad de la calle. Cuando se abre, he de ir rápido para girar a la izquierda por López de Hoyos. Pienso que con la inyección eléctrica no me voy a dejar el corazón en el arranque. Se abre el disco, le doy al pedal y ahí estoy yo, ahogada en la cuesta y siendo rebasada por coches con prisas. Me llevo mi primera pitada del día. Miro el manillar y, uf, la electricidad está apagada. Otra vez on. Bien, eso tira. En el siguiente semáforo me fijo a ver si pagué la inocentada de coger una biciloca sin batería. Y no, está llena. Pero el asunto es que el bicho se apaga cuando paro. Ahora ya le he pillado el truco y antes de que se ponga en vede le doy al on y tiro millas. Llega el momento e el que tengo que incoporarme a María de Molina para coger Serrano y es cuando miro por el retrovisor para ver lo que me viene detrás y, joder, es cuando me doy cuenta de que no tiene retrovisores. Ni a un lado ni a otro. Me entra el pánico no sé cómo cambiarme de carril. Si giro la cabeza, muevo el manillar. Además, mis estúpidas gafas negras de pasta no me dejan ver por el rabillo de ojo. Mi pulgar izquierdo pulsa el intermitente para girar a la izquierda. Y no encuentro el puto intermitente. Me viene un flash a la cabeza. Es un librillo pequeño de tapas verdes, con dibujos. Estaba en la habitación de mi hermano cuando yo era niña. Código de circulación para ciclistas y ciclomotores. Me acuerdo muy bien de los dibujos de un chico montado en una bici formando con su brazo un ángulo de 90º con el tronco del cuerpo. Sinceramente, no me veo capaz de soltar una mano del manillar. Acumulo valor desperdigado por aquí y allá y, ale, levanto el brazo en un ángulo de 15 o 20 grados. Giro. No he muerto atropellada. Estoy en Serrano, frente a la Fundación Lázaro Galdiano. Cuesta abajo. Un único sentido. Como todos los días, cuando hago el trayecto de ida a la oficina en moto, me coloco en el carril de la derecha. Es el carril bus-taxi-moto. Los motoristas lo sabemos, aunque no esté pintado en el suelo. En esto que a la altura de la Embajada de Estados Unidos de América me doy cuenta de que yo ya no soy una motorista. Eso fue ayer. No tengo retrovisores, no tengo intermitentes, no llevo casco, soy una ciclista y voy en biciloca por Madrid. Con lentitud —ya vamos cuesta arriba— me muevo un carril hacia la izquierda. Ya voy pisando los dibujos de la bicicleta y el círculo con el número 30 pintado en blanco sobre el asfalto. Me zumban por la derecha, me zumban por la izquierda. Me paro en los semáforos (otra vez on al arrancar) que habitualmente nunca pillo en rojo cuando bajo a 70 zumbando alegremente con mi Kymco, haciendo eses entre los carruajes lentos y pesados, reflejando mi figura de motorista fantasma por los escaparates de las joyerías de Serrano. Hoy no, hoy soy ciclista, respeto el medioambiente, no contamino, no me paso de lista, hago ejerci —¡¡Que ahí hay un carril bici!! Me lo ha gritado un motorista que me adelanta con violencia por la izquierda, mientras se aleja y su voz baja de volumen. Antes de que gire la cabeza otra vez de frente me da tiempo a poner cara de «¡ah!», a pedir disculpas con tanta humildad como me da la vida. Aderezo el gesto con una indescifrable mirada de «en realidad, yo soy motorista, como tú, soy compañera, hoy es mi primer día de bici, no soy una de estas turistas pánfilas que se pasean por Madrid en bicimad como si la calle fuera una explanda sin reglas ni regulaciones». «¡¡Allí!!», señala el motorista la acera del lado izquierdo. Vale, vale. Mientras avanzo, voy cruzando Serrano en diagonal, carril a carril, hasta llegar a la acera. Me paro y me subo a ella. ¿Carril bici? Bueno, a duras penas da el ancho del manillar. Empiezo a pedalear y me fijo, haciéndole la crítica a los artistas del urbanismo municipal, en lo mal pintadas que están las bicis del carrilillo. Todas del revés. Si ya me parecía peligroso compartir calzada con motos, autobuses, taxis y coches, hacerlo con peatones es ya la ley de la selva. Había llegado el momento de estrenar el piticlín, como llamaba yo en mi infancia de niña con bici BH (hasta que me la robaron del garaje de mis padres) al timbre del manillar. Peatones, desde aquí os digo, el carri bici no sirve para pasear a la abuela del brazo, tampoco para pararse antes de cruzar el semáforo ni mucho menos para descargar cajas de frutas con comodidad. Por otro lado, los badenes que se forman antes y después de cada tramo de acera rebajada me estaban destrozando el pubis. Quizás no debería haberme puesto falda en mi primer día de biciloca. Viene una bici en sentido contrario. Qué hago. Saludo, no saludo. Me mira feo, mejor no saludo. No se aparta ni un centímetro de su trayectoria. Me veo obligada a echarme mi lado derecho, saliéndome del carril, pero al calcular mentalmente el punto de intersección me doy cuenta de que me coincide con una farola. Esto es imposible. Frenazo. Me paro. Me echo a un lado. Le dejo pasar. Ni las gracias. Otra vez me cago en el urbanismo madrileño ¿por qué es tan estrecho el carril bici, por qué todos los que vienen de frente actúan como si tuvieran la preferencia, dónde lo pone? Es en ese momento, un rato antes de llegar a los Jardines del Decubrimiento (que ni jardín tiene y de descubrimiento, pues ya sabéis lo que pasó en América) que me entra al fin la duda que leváis esperando desde hace un par de párrafos. ¿No será que este carril bici es de un único sentido? Imposible, me digo, los motoristas nunca mienten. Los motoristas son mis amigos. Lo mejor será preguntar. Se me aproxima un hombre pedaleando en otra bicimad. Calculo su velocidad y ajusto el volumen de mi voz a la distancia que nos separa. —Perdona, ¿puedo circular en este sentido? Echo la cabeza para atrás para recibir su respuesta, un poco todo a cámara lenta. Imaginad la escena ralentizada. El ciclista gira a su vez la cabeza para mirarme. No hace ningún gesto. No dice nada. Me mira con seriedad. Me mira con frialdad durante uno o dos segundos. Me paro para recibir una respuesta que no llega jamás. Ya estoy en Goya. Cruzo Serrano por el paso de cebra, me subo a la acera contraria, me bajo ora vez y enfilo hacia la estatua de Colón. En el semáforo, disfruto más que nunca de las cosas bizarras de esta intersección: el enchufe verde sobre las torres gemelas, la macrobandera, el agua en cascada del antes llamado Centro Cultural de la Villa, la rana absurda, el edificio de Telefónica que ya no es de Telefónica, la extrema belleza de la Biblioteca Nacional, la foto del Cristiano Ronaldo de cera eternamente joven. El tramo de calle que me falta para llegar a la estación más cercana a mi trabajo, la desembocadura de la calle Génova, decido hacerla a pie, empujando la bici por la acera. Ya no tengo fuerzas ni ganas para afrontar esa cuesta. La anclo en un caballete magnético libre. Compruebo, como me aconsejó mi jefe, que las luces pasan del rojo al verde, que se oyen los pitidos y que el cacharro ya no se mueve de ahí.
Vuelta a casa e n #bicimad frustrada 🙁 Estación número 10, 10 bicicletas y todas en rojo. Una foto publicada por Elena Cabrera (@elenacabrera_porcausa) el 26 de Ene de 2016 a la(s) 5:15 PST
He llegado. En bici. Y se lo quiero contar a todo el mundo. Mi jefe y yo tenemos una reunión a primera hora.
—Antes de nada —le digo— tengo algo muy improtante que decirte. ¡He venido en bicimad!
De verdad. Parezco mongola. Lo sé. Pero para mí esto es toda una hazaña.
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Volver a casa no sería igual de fácil. De diez bicis que había en la estación número 10, no había ni una sola en verde. Tuve que ir a buscar otra estación. Volví por la Castellana, siendo la dificultad más grande del camino averiguar cuál de todos los carriles era el mío. Al fin, descubrí que había que irse al lateral derecho, separado por una mediana del paseo central, y colocarse a la izquierda de los taxis. Por el carril limitado a 30 km/h cuando hay bicis de por medio.
Uno de los motivos por los que he tardado tanto en usar la bicimad es porque aún no ha llegado a mi barrio. El sistema no ha penetrado más allá de Príncipe de Vergara y la Avenida de América. Prosperidad es territorio virgen. La estación más cercana se encuentra a quince minutos andando de mi casa. Así que, una vez que llegas, todavía hay que llegar. Saco el móvil, miro la app, me he gastado veinte céntimos en el transporte de hoy. En una ciudad en la que un viaje de metro o autobús cuesta 1,50€, esto es gloria bendita.
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Efectivamente, el motorista estaba equivocado: el carril bici de Serrano es para un solo sentido (el contrario al de los coches).
Y sí, mi primera bicimad tenía una avería: no hay que estar dándole al botón de on cada vez que te paras. En eso, el segundo viaje fue más confortable.