Muchísimo

—Ya no te veo firmar nada, dice un tío mío.
—Ya, es que ahora tengo un trabajo.

Conversación real que sucedió en la más reciente de las reuniones familiares navidescas. Así es. Mi intención no era hacer un chiste, pero a mí me hizo mucha gracia. Mi tío no se rió; entiendo que no es fácil pillarlo. La ocurrencia me dio pié a mi enésimo sermón sobre la explotación de los periodistas colaboradores para, en la soberana conclusión final, revelarles que el freelancismo periodístico estuvo a punto de expulsarme del periodismo. Vale…, autoexpulsarme. Llámalo suicidio, pero es muerte igualmente.

Aquello que conté el pasado 16 de octubre fue el deus ex machina que impidió que me inventara un curriculum que me permitiera optar a un trabajo asalariado en una tienda de decoración hogareña donde todo es blanco y de madera, o bien en un Primark, dos sectores en evidente expansión y donde era capaz de visualizarme, más o menos contenta. Lo digo de verdad. Me encanta doblar ropa y se me da bien.

El problema es la edad. Esto es algo de lo que habla mucha gente. Es vox populi que Mercadona no contrata a menores de 40. Y si me envías una foto de alguien que trabaje en un H&M y aparente menos de 30, te invito a un Chupa-Chups.

Otra cosa es la simpatía, pero creo que con los años he aprendido a fingir en los primeros momentos. He oído de mí, alguna y otra vez, que soy una chica simpática. Esto solo lo dicen los que me acaban de conocer. Por lo general, creo que la definicion que mejor me encaja es la de borde entrañable. (¿Quizá exageré con lo de entrañable?). En mi barrio, en la calle López de Hoyos, han abierto una nueva tienda de cositas para decorar tu piso como madrileño como si fuera holandés. Como pasa en Zara Home, un asqueroso perfume olor a canela flota en todo el local y, lo que es peor, te lo llevas puesto encima del abrigo al salir a la calle. Antes de inagurar la tienda, cuando cogieron el sitio que antes había ocupado una legendaria zapatería, forraron los escaparates de papel de estraza y colocaron un folio con una dirección de emailpara que los que desearan trabajar allí, sin especificar de qué tipo de comercio se trataría, enviaran sus currículums. La única pista es que la tienda se iba a llamar Muchísimo. No descarté, de entrada, que se tratara del tercer tipo de negocio en alza en Madrid: las fruterías. Muchísimo de fruta. No sé, pero siendo como son negocios familiares, no tenía pinta de ello. Muchísimo de carne gourmet, otro negocio innovador. Uf, fatal, yo no puedo trabajar en una charcutería. Le pondría una bomba en cuanto dejaran de vigilarme. Muchísimo de fundas para la tablet. Esto podría ser. Pero el cartel no tenía ninguna falta de ortografía. Muchísimo de calcetines. Bueno, ahí sería feliz. Total, que le saqué una foto al aviso con el móvil y tomé la nota mental de escribir pidiendo trabajo a Muchísimo cuando agotara el plazo, a punto de expirar, que me había puesto para seguir insistiendo, machaconamente, en ser periodista.

Yo soy una de esas periodistas vocacionales que, de niña, en lugar de desmayarse con el momento en el que Superman le echa miraditas seductoras a Lois Lane, se enfadaba por la mierda de preguntas que consituían la exclusiva de la primera entrevista al Hombre de Acero: ¿de qué color es mi ropa interior?

¿De verdad, Lois Lane? ¿Y con eso te dieron el Pulitzer?

Estas eran mis preocupaciones infantiles. Ahora dmos un salto de 30 años y nos situamos en el tenso momento localizado en el INTERIOR – DÍA de una consulta terapéutica donde decido que octubre es mi línea roja. Decido poner la vida, la familia y el dinero por delante del Pulitzer. (—¿A qué velocidad puede volar? —No sé, nunca me he cronometrado). Ahora me río. Ahora que puedo. Si me hubieran cogido en Muchísimo en lugar de pasar esta mañana de domingo escribiendo en mi blog estaría vendiendo cojines con palabras en inglés y corazones beige en ambiente de nauseabundo olor a canela.

Abrieron la tienda y resultó que era de esas que quieren que tu casa sea una recreación del Cielo en plan neonórdico. Todos los artículos están coloreados de blanco roto, crema, falso antiguo, marrón, beige claro, beige oscuro, ocre, roble y algún toque, radical, de negro. Y barato, por supuesto. Porque la nueva esperanza de la clase trabajadora es la de comprar mucho y barato para aparentar ser rico. Muchísima ropa barata en el Primark. Muchísima decoración vintage para el hogar. El orgullo de pobre es salir, con el ambientador a canela impregnado en el abrigo, a la acera cargado de enormes bolsas con mil cacharros que no parecen tan bonitos fuera de la tienda, donde falta la iluminación con mil bombillas de bajo consumo en tono cálido.

Trabajar allí, de verdad, no habría estado tan mal. Al menos, me gusta más estar del otro lado del mostrador. Ser yo la que lleva el delantal y no la que compra una vela con forma de estrella para poner en el centro de la mesa. Ser yo la que guarda el dinero en la caja registradora y dar las vueltas. Pero el día que entré a ver el Muchísimo, además de las ganas de potar que me produjo el insoportable olor a canela. Hubo algo aún más falsamente exagerado que el falso lujo antiguo y el ambientador: el exagerado entusiasmo de los vendedores. Una gigantesca sonrisa en la cara, un chiste, un comentario de complicidad, un galanteo, un ponerse a tu disposición, una empatía de velatorio porque no tienen el producto que buscas. Eso, eso, sí que me hubiese costado un mundo.

Solo se me ocurren dos conclusiones que explique la muchísima simpatía del comercio: o los adiestran con látigos, o son actores vocacionales que soñaban ser Christopher Reeve y Margot Kidder y nadie les rescató del suicidio laboral en el último segundo.