Viernes santo en Benicàssim, una noche que dividió al público entre viejas glorias y nuevos dioses a los que adorar
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, existió un grupo de una belleza singular, atronadora. Sólo sus fans podían entenderlos, al igual que sólo la niña que se acercó a Frankenstein con una flor en la mano pudo ver que era un ser bueno.
El tipo de público que corrió hacia la explanada del Escenario Verde de Benicàssim es aquel que para bailar no necesita bombo y platillo, sino que puede hacerlo frente a una central eléctrica, sintiendo las oscilaciones de la electricidad.
A lo largo de tu vida te pasan cosas que algún que otro aplomo de realismo ya te habían hecho descartar. El paso del tiempo te obliga a hacerte a la idea que algunos músicos también se mueren y otros también envejecen, a pesar de que en las portadas de los discos que tienes en casa permanezcan guapos durante toda la vida. Anoche, en el mismo momento en el que unos miles de agraciados en Benicàssim estaban viendo a un grupo que se había disuelto hace 17 años, otros miles asistían en Madrid a otro acontecimiento histórico simultáneo, el de ver a un grupo que desapareció hace 29 años, Sex Pistols. Se veían saltar los sms por el cielo, de una ciudad a otra, como bombas antimisiles.
Sin ánimo de comparar con New York Dolls, el grupo del cupidito sangriento sí se había tomado aquella noche el elixir de la eterna juventud. Disculpen, quizá sí que traigo ese ánimo: ver a las muñequitas tuvo su gracia por decir que un día las vistes, pero yo no encontré ningún atisbo de furia ni conexión. David Johansen y Sylvain Sylvain tenían su química, pero sólo entre ellos.
En cambio, My Bloody Valentine parecían haberse congelado en el tiempo. Y es que aquel peinado de Bilinda Butcher no ha variado nada desde 1988.
Las críticas más formales dicen que a Kevin Shields le falló la pedalera -y, de nuevo, diré que no es una metáfora- y el rasgueo de su guitarra podía oírse, cuando en realidad deberíamos de estar escuchando una gran ola de sonido. Yo veía la ola, qué quieren que les diga. Yo estaba metida dentro de la ola y era arrastrada por su resaca. A mí me dolían los oídos, y es que es a eso a lo que había ido. Caso contrario, hubiera puesto una reclamación. Feliz hubiera ido hasta el puesto de socorro si me hubieran sangrado un poco.
Los críticos formalistas son aquellos que fueron a ver al grupo, también, a su reciente concierto en Londres. Dicen que, al lado de aquel, este ha sido poca cosa.
Afortunados son los ignorantes que no pueden comparar, pues ellos ganarán el cielo, un lugar donde siempre hace ruido.
Al término de la última canción, un You made me realise con un angustioso intermedio dominado por una espiral de distorsión donde el cuerpo se separaba del alma, cualquier otro sonido caía en saco roto. Un apasionado fan que bailó con los hombros desencajados dijo: «Después de esto yo ya sólo quiero irme a casa a follar».
A eso, y a coger el coche para regresar a Madrid y ver al grupo de nuevo en Saturday Night Fiber.
CC. Elena Cabrera. Publicado en ADN.es