Nunca he estado en Noruega, pero he escrito esto: «No tú, Noruega» en Público:
Este emocionante 2017 podría recordarse como el año que vivimos peligrosamente (las jornadas electorales). La urna, ese tedioso cajón que saluda las sociedades democráticas cada varios años, como esa tía lejana que solo te visita cuando pensabas que te estabas olvidando de ella, se pasea por Europa como lo haría un adolescente por una convención friki: imprevisible y eufórico.
Este 11 de septiembre le toca a Noruega, una cita que los países del sur vivimos con apasionado desinterés y arrebatadora ignorancia. Decir que Noruega se la juega suena muy a frase de 0,60 así que, intentando huir un poco de la obviedad, diremos que quien se la juega, en realidad, somos los migrantes.
Los partidos políticos noruegos (como en otros lugares) le sacan más rendimiento electoral al eje vertical élite / oprimidos que al horizontal derecha / izquierda, cuando en realidad el que está siendo decisivo (como en otros muchos lugares) es la diagonal antinmigración / acogida. Si el gran tema de este momento histórico es el derecho a la movilidad humana, o la negación de ese derecho, la posición de un gobierno al respecto dará forma a las normas de esa comunidad y a sus relaciones de vecindad.
Y hablando de vecinas, esa visita frustrada de la ministra de Inmigración a su colega del país de al lado, Suecia, dice mucho del berenjenal en el que se ha metido Noruega estos cuatro años. Habiendo ganado el Partido Laborista las elecciones de 2013 (como viene haciendo religiosamente desde nada menos que el año 1927), una coalición de la derecha le arrebató la opción de gobernar. El Partido Conservador selló un pacto con el Partido del Progreso, firmes defensores de la antinmigración. Aparentemente, los Conservadores debieron de firmar ese acuerdo en alguna antesala del infierno pues con su 16,3 por ciento de votos se embolsó las carteras de ocho ministerios. Y no ocho cualquiera. La ultraderecha decide sobre materias como igualdad, pesca, agricultura, alimentación, justicia, petróleo (la principal fuente de riqueza del país), finanzas, transporte, comunicaciones y, oh sorpresa, inmigración.
Así que ahí tenemos a la ministra de inmigración, la célebre autora de las declaraciones “aquí comemos cerdo, bebemos alcohol y mostramos el rostro”, siendo devuelta a su país con cajas destempladas por su homóloga sueca (laborista) a finales de agosto, alegando que para discutir seriamente, que sí, pero que para hacer campaña electoral, mira mejor no. Ambos países llevaban meses enzarzados en una guerra de declaraciones a propósito del alarmante descenso de las cifras de asilo en Noruega.
Noruega es un país próspero, igualitario, con poco paro y mucha calidad de vida. Cuando Anders Behring Breivik atentó contra un campamento de las Juventudes Socialistas asesinando a 77 personas en 2011, desgarró una sociedad poco o nada acostumbrada a la violencia. Lo que sucedió, parecía impensable en Noruega. Breivik era militante del Partido del Progreso.
Si en algo vienen coincidiendo los sondeos preelectorales es que el Partido Laborista no va hacer la remontada. Una coalición de la derecha parece más fuerte que nunca, aunque el Partido del Centro, que permitió la gobernabilidad de la izquierda en dos mandatos anteriores, puede dar la sorpresa y facilitar un tibio gobierno laborista. Pero, como decíamos, la pregunta que se hacen hoy los votantes ya no es ¿me siento de derechas o de izquierdas? En cada urna resuena el eco de una pregunta más peligrosa: ¿estoy con el inmigrante o contra él?