Soy una valla

Hola, ¿qué tal? Soy una valla. En concreto, soy una valla española. Me clavaron al suelo de Melilla en 1990, así que tengo 26 años. Aún soy joven, pero ya no soy una niña.

Me han contado que, antes de mí, pasar de Marruecos a esa pequeña ciudad que es parte de España en África era algo más sencillo. A mí no me lo parece así. Antes de que España entrara en la Unión Europea en 1986, la gente se movía con demasiada facilidad. Un descontrol. Pero llegué yo y ahora está todo más controlado: tú sí pasas, tú no pasas. ¿Ves? Mucho más sencillo.

Yo era apenas un bebé de alambres y, en cambio, recuerdo que las personas marroquíes que querían entrar a España debían enseñar, además de ese librito con foto y sellos que llamáis pasaporte, un documento nuevo llamado visado. Desde mi posición más elevada puedo ver el puesto fronterizo de Beni Enzar y el tremendo jaleo que se forma en mi puerta grande con gente enseñando papeles.

Una cosa interesante que tengo es que mi portal es la puerta de Europa. Tela. Cuidadosamente vigilado por funcionarios, subcontratas de seguridad, agentes de las Fuerzas Auxiliares marroquíes, Guardia Civil y Cuerpo Nacional de Policía, si me cruzas, estás en la mismísima Europa. Una vez dentro, ya no hay vallas, me han dicho.

Yo tenía apenas seis años cuando se acabó la tranquilidad de la niñez. Ya no eran solo personas marroquíes las que se agolpaban en mi gran puerta de entrada. No es que yo haya viajado mucho, pero aprendí a identificar su origen por sus rasgos, su color de piel, su manera de hablar. Es fácil, cuando pasas parada en el mismo sitio mucho rato.

El caso es que comenzaron a llegar señores y señoras de uniforme a cascoporro. No paraban de mirarme. Era una sensación inquietante.

Un día de aquel 1996 me levantaron una segunda piel. Mi estructura consistía en una doble valla de tres metros de altura. No sabéis lo agradable que es tener alguien con quien conversar durante las largas horas del día y de la noche. Me llegaron noticias sobre una hermana mía en Ceuta. Era la comidilla, pasábamos las horas comentando cómo sería, cuántos millones de pesetas habría costado, si estaría mejor construida que yo y si causaría tanta expectación como esta servidora de ustedes.

No quedarían ahí las mejoras. No sé si habéis visto una peli llamada Robots. Es para niños, pero está bien. (No me hagáis contaros cómo es que yo la he visto). Llega un momento en el que el pequeño robot protagonista recibe lo que llaman una mejora: piezas nuevas para crecer. Pues a mí me hicieron lo mismo en 2002 y en más célebres ocasiones posteriormente. Cierto es que en la película al chico le dan piezas de segunda mano y a mí me tratan como una reina, pero esa es otra historia. Cámaras de video fijas y móviles, sensores de movimiento enterrados bajo mi suelo, infrarrojos, radares… Más que Robots lo mío es una mezcla entre Matrix, Terminator y Minority Report. Pues sí, veo mucho cine. Es que paso mucho tiempo despierta. ¿Habéis visto 1984? Me encanta.

Los ‘alis’, como cariñosamente llamamos por aquí a las Fuerzas Auxiliares marroquíes, llamaban a determinadas personas “los clandestinos”. Era 2005. Yo era ya una jovencita, ya sabía bastante de la vida. Los clandestinos se escurrían por la noche desde territorio marroquí y se aproximaban en grupos enormes hacia mí. Podéis imaginar cómo temblaba, pero mi determinación era fuerte. Debía permanecer erguida y estable. Chica, haz el trabajo para el que te han construido, me decía.

Corrían hacia mí en grupos de cientos de personas y zumbaban las balas. No, no eran los migrantes los que disparaban. Eran los ‘alis’. Vi caer al suelo a muchos clandestinos, abatidos por los tiros, en especial en la parte de mí que linda con el Barrio Chino.

Ver morir a la gente que viene a abrazarme es, probablemente, lo más horrible de mi trabajo.

Frente a mí, según miras hacia África, hay un monte tupido y hermoso. El Gurugú. A menudo, veo columnillas de humo que deben desprenderse de esporádicas fogatas. Me hacen sentir acompañada. Si el viento sopla hacia mí, trae consigo el eco de canciones y tambores. No sé qué dicen, pero me entretienen en mis horas muertas.

El objetivo de todas esas personas que vienen hacia mí cuando nadie les ve no es mirarme de cerca, sino saltarme. Al principio me parecía algo muy escabroso. ¿Por qué se agarran a mis alambres cuando tengo unas hermosas puertas por las que entrar y salir? Luego, me acostumbré. Es raro tener a una persona encaramada encima de ti durante horas, pero aprecias la compañía. Además, cuando consiguen caer del lado español, se ponen muy contentos y gritan “¡boza!, ¡boza!, ¡boza!”. Sinceramente, no sé qué significa, pero se les ve muy alegres.

Una mañana llegaron los operarios y me instalaron más mejoras. Una tercera piel mucho más alta que las dos primeras, inclinada del lado marroquí. Seis metros de alto que me proporcionan unas vistas maravillosas.

Soy una privilegiada. Han gastado en mí 40 millones de euros. ¿Pueden otras vallas famosas decir lo mismo? Pocas. El remate final en mi actualización fueron unas pequeñas cuchillas que son la envidia de Europa entera. Se llaman concertinas y cortan de fábula. Lo sé porque he visto manos, brazos y piernas rasgarse con limpieza y profundidad. La sangre caliente de los heridos se escurre sobre mi piel metalizada.

Un par de años después me las quitaron. Dijeron que hacían daño. Me instalaron una maraña de hilos de metal a baja altura, entre las dos vallas de tres metros. Si te caes ahí se te quedan las piernas enredadas y te desgarras. No te lo aconsejo. Seguro que también duele. En 2013 me devolvieron las concertinas que me habían quitado. Es una decisión rara ya que si habían decidido quitarlas porque hacían daño, ¿ahora ya no lo hacen? Por los gritos de dolor que escucho cuando me trepan yo diría que sí. Pero quién soy yo para juzgarlo, solo soy una valla.

A veces vienen a mí viejos amigos. Rostros que recuerdo de otras ocasiones. Colocan escaleras sobre mi chepa y suben todo lo rápido que pueden. Los primeros suelen tener más suerte. Los que suben al final se llevan lo peor: los ‘alis’ les cogen de las piernas, tiran de ellos para abajo y no les tratan con educación, la verdad.

Del lado español, cuando caen atrapados entre mis alambradas, los guardias civiles agarran sus cuerpos, abren una de mis múltiples puertas —puertas que yo también llamo clandestinas— y los arrojan a territorio marroquí, como si jamás hubieran entrado en Europa. Aunque ellos y yo, en realidad, sabemos que lo hicieron. Pero qué voy a saber yo si solo soy una valla.


Publicado previamente en el blog 3500 Millones de El País.