Tendedero interior, armarios empotrados

Los compradores o alquiladores de un piso suelen visitarlo con mucha desconfianza. En principio, todo les parece mal o regular. Forma parte del ceremonial de la visita el encontrar defectos que los alejen de la posibilidad de vivir allí y que el paseillo por habitaciones y baños se sienta como una pérdida de tiempo incluso antes de haber abierto las puertas de los armarios empotrados.

Me gustaría escuchar qué es lo que en realidad piensan. Si se imaginan tomando un café por la mañana temprano de pie, junto a la encimera de la cocina. Si creen que soportarán asomarse al balcón y ver la expresión del vecino de enfrente, durante años y años.

La vendedora, o la casera, se esfuerza en disimular los defectos. No pisa las tablillas del suelo que suenan huecas. No abre la ventana que chirría. No enseña las irregularidades del tendedero interior. La dueña habla de los excelentes materiales de construcción, de esos que ya no se encuentran, de las reformas que han mejorado el piso desde su construcción y de la reciente obra de acondicionamiento del garaje. Dice lo que sabe que tiene que decir, no lo que querría decir. Ella hablaría de la suavidad del viento de junio a las seis de la tarde viendo videoclips en el salón; de los gritos de apoyo desde la ventana de la habitación dirigidos a los participantes en la carrera popular anual; de la primera vez que bajó al jardín y el resto de niños demostró que no era aceptada tirándola de las trenzas; de todos los discos escuchados en la cama de la habitación, bajo el póster de Nick Cave y PJ Harvey; del aroma del café de sus padres por las mañanas; del Roscón de Reyes en la mesa baja frente al televisor; de limpiar eternamente esa misma mesa los sábados por la mañana mientras La Bola de Cristal; de los secretos guardados en el trastero; de las conversaciones en el sofá del portal; de las potentes miradas en el espejo del ascensor; de los vecinos que envejecen, encanecen, de los que murieron demasiado pronto; del sonido del bombín al abrir la puerta de la calle; de cómo se caía el telefonillo si abajo tocaban con fuerza; del olor al jazmín en mayo; de la insoportable vecina Catalina, siempre vigilando; del vecino Valeriano, siempre vigilado; de los muebles comprados demasiado tarde, cuando ya no volvería a casa; de las pegatinas de Paul Newman, Michael Jackson y David Summers en la puerta de un armario; de cómo el olor a caldo gallego manaba de la cocina para apoderarse de cada rincón del hogar; de cómo al cerrar la puerta del baño interior se detiene el tiempo; de cómo las noches en vela, los cumpleaños, las fiestas, los veranos, las tardes después del colegio, las reuniones de los fanzines; las amigas; los amigos; los discos, de cómo todo y de cómo nada, o poco.