En los sótanos del parque de bomberos número 5 de Madrid, hay unas paredes sobre las que se apoyan varias estanterías de metal y, en ellas, cientos de legajos amarillean. Por algunos de sus papeles avanzan los hongos. Estos libros, cuadernos en los que los bomberos hacían anotaciones, han dormido, callados, durante décadas. Juan Redondo los despertó, y estos empezaron a hablar.
A Redondo le quedaban todavía cuatro años de servicio antes de jubilarse. Después de quince en el Operativo, le venían asignando cargos de “tronío” pero alejados de los coches rojos, que es lo que a él le gusta. Trabajaba como Inspector Jefe de Coordinación de los Bomberos de Madrid, por lo que pudo trajinar durante un año en la remodelación del Museo de este cuerpo —aún sin fecha de reapertura— y consultar su archivo histórico, que es inaccesible. También estaba próximo el fin del parque de bomberos donde estaba ubicada la Dirección, situado en la calle Imperial, tras la Plaza Mayor de la ciudad, cuyo edificio acabaría convertido en un hotel de lujo. Pero todavía, en esta vieja sede de trabajadores municipales, había una placa con nueve nombres. No es que fuera nueva, llevaba allí desde 1940, colocada por orden del alcalde franquista Alberto Alcocer, pero el día que Juan la leyó de otra manera, con verdadera curiosidad, se abrió la espita que liberaría la gasolina que haría arder un fuego intenso de investigación y sorpresa que le llevaría, en volandas, hasta el día de hoy.
En los cuatro meses que lleva jubilado ha terminado de redactar un libro con toda la información que vino reuniendo en los años anteriores. No era el primero que escribía. En Memorias de un bombero (2017), Redondo recordó su participación en el socorro a las víctimas del 11-M y en la extinción del fuego de la torre Windsor. La placa en la que reparó, como muchas que aún siguen expuestas en España, anticipaba los nueve nombres con la frase “caídos por Dios y por la patria” y, tras cada uno de ellos, la palabra “presente”, entre admiraciones. Es sabido que el régimen de Franco realizó este tipo de homenajes para honrar únicamente aquellos muertos que los vencedores de la Guerra Civil consideraron víctimas. Recordando solo a unos, el franquismo imponía una segunda violencia a los asesinados, fusilados, desaparecidos y represaliados del bando vencido, enterrando no solo sus cuerpos sino también sus nombres, condenándoles al olvido. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica viene solicitando desde hace años, con escaso éxito, la retirada de esta simbología de exaltación del franquismo, situada mayormente en edificios propiedad de la Iglesia.