«Un niño de cinco años puede estar jugando en lugar de aprendiendo a leer»

En el céntrico barrio de Chamberí, en Madrid, hay dos escuelas infantiles llamadas El sitio de tu recreo. Además de la alusión a Antonio Vega, hay algo en el trastoque del posesivo (del mí al tú) que llama la atención. ¿A quién le está hablando el rótulo? En conversación con Joaquín Ortega, el creador de estas escuelas inspiradas en la pedagogía Waldorf, salta una respuesta inesperada: a todos. No es habitual que un educador le diga a unos padres que deberían tomarse un día para hacer un plan juntos, solos. Pero si le preguntan su opinión, él la da, al igual que ha hecho en su libro La edad invisible. Crianza consciente en la primera infancia, en el que dedica un capítulo al recreo de los padres y las madres. Los niños absorben lo que ven y no interpretan que sus padres le desatienden cuando dedican un rato de su vida a sí mismos. Por el contrario, sí se sienten excluidos si en el tiempo de dedicación que se les da no se está a lo que toca.

“Cuando alguien está volcado todo el día en el mundo del niño y en el mundo del trabajo, hay algo que no está ordenado”, explica Joaquín. “Cuando el niño ve que sus padres son personas equilibradas, crece mejor”. El educador habla, sentado en una mesa de una sala de paso en su segunda escuela, la más nueva. Está dedicado a la conversación durante la hora en la que tiene lugar, no la interrumpe para dar instrucciones a sus empleados, ir a mirar porqué llora un bebé o echar un vistazo al móvil. Está a lo que toca. Nos sentamos junto a la cocina, donde se está preparando la comida de hoy mientras nos envuelve un dulce aroma a puerro cocido. Hay algo en el lugar que lo acerca más a una casa que a un colegio. Es tranquilo, limpio, confortable, huele bien y dan ganas de quedarse allí muchas horas; dormir una siesta, quizás. En otras escuelas infantiles de 0 a 3 años hay un barullo constante, abundancia de estímulos, actividad permanente. En 3 años, los educadores lidian con unas ratios de entre 16 y 20 niños y niñas y es evidente que el personal que los atiende es insuficiente. Quién no ha visto el estrés en el rostro de la maestra o el maestro al final de la jornada. El momento de la salida, de la entrega, jamás es tranquilo: embudos de carritos, personas reclamando bebés a voz en grito, informes rápidos sobre si ha dormido o no, comido o no, llantos por no querer irse, llantos por no querer volver.

Joaquín quiso abrir un lugar donde lo más importante fuera la tranquilidad. Preocuparse menos, ocuparse más. Atención y no dispersión. Sin altavoces, sin decenas de juguetes, sin pantallas. Se había ido a trabajar un tiempo a un proyecto de coooperación en Guatemala y, cuando volvió, le chocó muchísimo ver a una familia entera junta y sin hablarse, absorto cada uno en su tablet. Eran los años del principio de la crisis y sintió que la gente estaba enfadada con lo que estaba sucediendo y que miraban para adentro, que no querían perder su estatus económico, que estaban sufriendo. Decidió abrir una escuela infantil con juguetes de toda la vida, algo sencillo. Lo había visto en Guatemala: con las necesidades básicas cubiertas (comer y dormir), cuando llega la hora del juego, todos lo hacen juntos si hay un balón. “Les doy un palo y juegan todos, les dejo las cajas que me trae el frutero y es con lo que más juegan. A partir de ahí sentí que el espacio, si no es disperso, es muy bueno. Si solo jugaban con las cajas, estaba todo bien. Si guardábamos las cajas y sacábamos pelotas, estaba todo bien. Todo valía siempre que tuviera atención y no dispersión. Lo llamamos crianza consciente porque es una crianza en la que nos ocupamos de la cosas que les pasan a los niños y no entramos en preocupación de las cosas que no les pasan a los niños. Nos preocupamos un momento y nos ocupamos el resto del tiempo”.

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