Voy a la cocina, donde Alberto está fregando los platos, y me pongo a su lado, a mirarle con descaro mientras lo hace. En realidad estoy ahí para sonsacarle información sobre el mundo más allá de los límites de esta casa. Le observo pasar diligentemente el estropajo por la vajilla. Me fijo en cómo escurre el agua de los vasos mientras me habla y me doy cuenta que aprecio estar ahí, fijándome en los detalles, como si fueran de vital importancia y pudieran ocuparnos todo el día. Podría darle al pause y quedarme allí mucho rato. No tengo prisa. Le leí a Íñigo Domínguez, que hace un diario como este en El País (no debería haber dicho esto porque, en fin, lo mismo me dejáis por él), que de la vida en el confinamiento solo tenemos certezas parciales, escenas inconexas de un relato discontinuo. Tiene razón: por más que leo, hablo, chateo y miro por mis ventanas, no acabo de entender qué es lo que está pasando ahí afuera. Es más, cuanto más me informo, cuanto más me esfuerzo, más se me escapa.
Me cuenta Alberto que “ahí afuera”, lo que pasa es que el mundo se está deteniendo, o al menos desacelerando, debido a una alteración en la línea de avance temporal que va del pasado al futuro. Me digo que eso podría explicar, en parte, por qué no entiendo la realidad: porque pasan cosas raras. Además, estoy leyendo una novela de Philip K. Dick, así que estoy dispuesta a creérmelo todo. Dice Alberto que hay mucha gente mirando al pasado, rescatando viejas memorias, escaneando fotografías que nunca salieron de las páginas plastificadas del álbum formato archivador de tapa dura. Su padre, por ejemplo, es un autónomo que se resistía a jubilarse pero esta cuarentena le ha hecho ver que le gusta más estar en casa volcando viejas cintas betacam que saliendo a trabajar cada mañana. El confinamiento, para los que estamos bien de salud y en condiciones económicas suficientes, se parece a un simulacro de prejubilación. Hacemos esas cosas que dicen los mayores con ordenador que harán cuando se jubilen: digitalizar el pasado.
Alberto ha pedido en Instagram que le manden fotos del festival que organizó hace 20 años. En estos días, la gente necesita misiones y gusta de ir al rescate, ofrecer respuestas, tender la mano. Yo ya me había dado cuenta de esto en Twitter. Su petición está aflorando imágenes que nunca había visto, rejuveneciendo de manera instantánea a esas personas, algunos son amigos, otros son absolutos desconocidos. El problema sucede cuando publicas esas fotos en la línea temporal paralela a tu vida que es el perfil de una red social. La persona que eres hoy, encerrada en tu casa en chándal o pijama, es expulsada del presente por tu yo veinteañero, más delgado y más sonriente, con más pelo que tú, más en la calle que tú, más sin pandemia ni crisis global (ni imaginarte el futuro podías, o solo, quizás, si ya leías a Philip K. Dick). No puedes publicar esta foto en tu Instagram sin pedir disculpas, sin avisar, a pesar de que es evidente por el grano (bien podría ser un filtro vintage, en verdad), por la ropa, incluso por la manera de posar, que esa imagen no es actual, que no estás en un concierto pasándotelo bien. Lo llenas todo de hashtags nostálgicos para que nadie se equivoque. Como en un pequeño reportaje que he visto hoy en la tele, inserto dentro de otra programa, cuya periodista visitaba una pastelería para que le explicaran cómo hacer palmeras de chocolate, que tenía todo el sentido en este contexto de gran redescubrimiento de la repostería en los hogares, pero que no podías más que gritar por favor qué hace esa periodista en la calle y sin mascarilla. Así que en la pantalla avanzaba un rótulo enorme de colores llamativos que advertía que el video había sido grabado antes del estado de alarma. Es lo que tienen la imágenes de archivo, que nunca han estado tan claramente expulsadas del presente como ahora.